Antes de entrar en el noviciado la palabra “celda” tenía para mí cierta resonancia romántica y me imaginaba que, cuando estuviera en el convento, pasaría largos tiempos en ella dedicada a la oración y al silencio. Por eso me sorprendió tanto al entrar que en la celda solo estábamos a la hora de dormir y el resto de la jornada la pasábamos entre la capilla, la sala de noviciado, los talleres de trabajo y, con suerte y en ratos cortos, en el jardín. En la celda solo había una cama, una silla, un lavabo y un armarito pequeño en el que apenas había nada que guardar pero, con cierta frecuencia, aparecía un anuncio de cambio y entrábamos todas en zafarrancho de traslado, imagino que para prevenir apegos.
Cuando empezaron las inserciones postconciliares en barrios, las celdas se fueron al garete y pasaron a ser con frecuencia un cuarto con litera.
A la habitación de la casa en que ahora vivo no se me ocurre llamarle celda pero, al preguntarme qué queda de la antigua palabra, creo que sigue teniendo algo importante que enseñarnos y es la sabia alternancia entre trabajo y descanso.
No nos resulta una asignatura fácil y necesitamos estar muy atentos para saber cuándo nos toca estar activos y diligentes en las tareas del Reino y cuándo pacientes y pasivos; cuándo es tiempo de arrimar el hombro y cuándo los otros agradecerían que nos quitásemos de en medio; cuándo la situación requiere estar vigilantes e intervenir, y cuándo lo único que podemos hacer es «echarnos a dormir» y quedarnos tranquilos “en la celda”, sabiendo que el proceso que Dios mismo ha puesto en marcha, hará que la semilla continúe creciendo durante la noche, mientras dormimos.
Se ve que Jesús dominaba bastante esta difícil sabiduría y se dejaba conducir por su propia corporalidad cuando le invitaba al sueño. Nos basta mirarle, en medio de la tormenta, durmiendo tan tranquilo en popa sobre un cabezal…