En el evangelio de este domingo se unen dos relatos. El del divorcio y el de la necesidad de volverse como niños para habitar en el Reino.
Parecen desconexos y quizás lo estén. Pero los dos tienen en común la necesidad de la confianza.
El niño es ciudadano del Reino porque tiene la capacidad de confiar en ese Padre que lo cuida en todo momento. Confianza en la palabra “providencia”, en saber que pertenece a la misma carne de Dios, uno con Él y, por ello, amado en todo momento.
Y la una sola carne de los esposos se realiza en esa misma confianza providente, en el amor sin límites que realiza el gran milagro de ser carne unificada.
El problema aparece cuando desaparece la confianza, en los dos casos. Cuando se rasga la carne única por mil realidades dolorosas. En la desconfianza no se crea unidad íntima de niño o de esposos.
Cuando la herida es enorme desaparece el amor y, por parte de Dios, la misericordia que se empeña en amar a fondo perdido: al niño que deja de serlo (aunque tenga 40 años) y al esposo y esposa. Esta alianza que nace del Padre nunca desaparece, no se pude cansar de amar el Amante.
Pero en nosotros es distinto y la misericordia (que siempre se ríe del juicio) ha de tomar el mando y dejar que la vida renazca. Que la posibilidad de una nueva carne pueda nacer y que el sufrimiento no se disfrace de fidelidad inútil. No es en todos los casos, habría que ver si alguna vez fueron una sola carne. Pero, tanto el niño como los esposos, pueden apostar otra vez por la confianza siempre a estrenar de un Dios que es amor, providencia y, siempre, a nuestro pesar a veces, misericordia.