En los últimos días se me viene con frecuencia a la cabeza el comienzo del poema “Pobreza y Evangelio” de Pedro Casaldáliga: “hay una pobreza mísera, y una pobreza del Evangelio…”. Y a mí, que en la última temporada se juntan la acumulación de idas y venidas con tareas concentradas y, de paso, algo de la “flojera” primaveral típica de mayo, me sale traducir estas frases y afirmar que, como sucede con la pobreza, hay un cansancio mísero y un cansancio del Evangelio. Quizá de puertas para fuera no parece ser muy distinto uno y otro, pues lo que marca la diferencia no tiene que ver tanto con lo “objetivo” como con el modo en que se acoge y se vive… o, mejor, con Quién se acoge y con Quién se vive.
A veces no tenemos más remedio que asumir un cansancio mísero, muy capaz de sacar nuestro peor yo si no nos damos un margen para descansar y descansarnos… pero otras veces hay que reconocer agradecidamente que se nos regala experimentar un cansancio del Evangelio, igualmente necesitado de un par de horas más de sueño, pero vivido “con otro aire”, desde Otro. ¿Tendrá que ver con eso de “venid a mí los que estáis cansados y agobiados…” (Mt 11,28)?
Posiblemente la “clasificación” que hacía Casaldáliga sea extrapolable a la mayoría de las realidades que van tejiendo nuestra vida cotidiana. Seguro que hay un descanso mísero y otro Evangélico, un servicio mísero y otro Evangélico… y un amor mísero y otro Evangélico.