Camino frágil

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Los dos de Emaús caminaban entre sombras, decepcionados, cansados. Su gran profeta, el que iba a liberar a Israel había muerto de una manera ignominiosa, sus anhelos, su vida, su felicidad crucificadas con él.
Y en ese camino de lamentos y de desesperación, mientras discutían (quizás otra vez de primeros, de poder), sale a su encuentro un desconocido, un don nadie que no sabe nada.
Le echan en cara su ignorancia y le presentan su queja amarga. Sus ojos y sus corazones cerrados por lo que esperaban y no llegó. Su vida puesta en solfa esperando alguna noticia buena… Algunas mujeres habían visto el vacío de la tumba y la plenitud de la Vida, pero no las podían creer, ¿quién las iba a creer? Y cómo Tomas se cerraban en su propia carne orgullosa y triste, sin capacidad para la fe.
Y el desconocido les va enseñando ese otro camino, poco a poco, sin echarles demasiadas cosas en cara (como a Pedro: «¿me amas?». El camino diverso de la fragilidad que tanto nos cuesta leer y recorrer, el de la debilidad que es la fuerza del encuentro verdadero, el del pozo con aquella mujer o el del lavatorio con aquellos que no entendían nada. Y sus corazones se van encendiendo y sus labios se atreven a esbozar el ruego: «Quédate con nosotros». Y Jesús, siempre encontradizo, se queda y se sonríe con labios de resurrección y bendice, sólo es capaz de decir bien, y parte el pan y sus ojos se abren, por un instante ven de verdad en la profundidad de un instante que densifica el tiempo y lo hace pleno. Y de sus bocas ya puede salir la noticia buena y corren a la comunidad y la creen y la recrean.
Y quizás, yo así lo espero, le pidiesen perdón a aquellas mujeres que vieron y creyeron primero. Y, ¿por qué no?, le lavaron los pies como se lo habían visto a hacer al Maestro y a aquella otra mujer de Betania.
¿No nos ardía el corazón? Que nos arda.

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