Y comenzamos a estar, sin prisas, en la mesa, en la sala, en la oración, en la eucaristía, en la habitación. Y poco a poco fueron fluyendo los dones, los carismas, los servicios…hacia los cercanos. Y recuperamos los juegos de mesas, ver buenas películas juntos. Y las paredes volvieron a ser testigos de conversaciones, miradas de complicidad, risas largas y relajadas.
Y afinamos el enfoque de la cámara, no precisamente para hacer un selfi, sino para trasladar compañía, a través de la pequeña pantalla, a tantos, atrapados en la soledad de un salón, de una casa, de una habitación… convertido en: “esta es ahora mi parroquia”. Y la misión continuó.
Toda una Cuaresma, la Semana Santa y una Pascua, convertidas, sin programarlo, en una escuela de aprendizaje. Con el mejor libro: el evangelio; y la mejor compañía: la familia, los hermanos, los cercanos.
Y ojalá el paso de fase no suponga el paso de página, para volver a lo antiguo. Ojalá no volvamos a dejarnos ahogar por tanto estrés, ruidos, agendas, programaciones, reuniones, viajes, que casi siempre nos deja incompletos.
Abracemos, para que se quede, lo importante: Y siempre será esencial el detenerme ante ti; el cuidarte en lo concreto; el caminar juntos, sentarnos juntos, aunque lleguemos un poco más tarde que si fuera solo; el rezar sin prisas; el leer con pausa; el disfrutar de la presencia, sin estrategias y de la visita, no siempre para darte, sino para recibirte.
Y silenciemos, para que no nos presida en nuestras vidas, el griterío y alboroto de lo urgente.