Pinceladas de un cambio de época
Desde hace algunos años estamos viviendo una transición epocal de magnitud pocas veces vista en la historia humana. Posiblemente, además, la primera transformación seria que no se debe a factores exógenos, sino más bien endógenos a la humanidad. El fenómeno de la globalización, asociado a la información en tiempo real, las nuevas TIC’s, como así también los continuos desplazamientos comerciales y turísticos, nos van haciendo tomar conciencia de que vivimos en una aldea global. Nunca como hoy el género humano tuvo esta posibilidad tan real de sentirse una misma familia.
Sin embargo, no todo es color de rosa. La experiencia de fugacidad, inadecuación, transitoriedad, inseguridad en todo sentido, y la necesidad de realizar un continuo esfuerzo por no quedar caído del mundo, son la dramática contracara del actual proceso transicional. Detrás de muchas expectativas ilusoriamente forjadas en el mundo de internet y el celular, se esconde un profundo malestar y desencanto por la marcha casi anónima de un mundo transnacional aparentemente ingobernable.
Mundos culturales y religiosos que durante siglos transitaron caminos paralelos hoy se entrecruzan en la cotidianeidad de cualquier gran ciudad o megápolis del mundo. La tentación del reduccionismo pragmático, por una parte, y la defensa a ultranza de una pretendida identidad en jaque, por otra, tornan cada vez más conflictiva la vida ciudadana. La violencia otrora volcada en combates y guerras hoy se expresa, si bien más dosificadamente, en crecientes decibelios de tensión en la convivencia diaria.
Tener que desplazarse, desprenderse y actualizarse en lapsos de tiempo cada vez menores; como así también tener que modificar, reestructurar y adecuar actitudes, proyectos y negocios cada vez más frecuentemente, se convierten en desafíos casi diarios para la supervivencia. Hoy no hay tiempo para distraerse ni parpadear: dado que el segundo lo pierde todo, hay que actuar rápido y ganar de mano para llegar primero (Z. Bauman). Lo cual genera esa sistemática desconfianza y aislamiento, que viene a potenciar la carga de angustia que lleva a un creciente número de personas hacia la depresión.
No se sobrevive sin asociarse, pero estas comunidades “políticas” son cada vez más endebles e inseguras. Se tiene la ventaja de un menor control social y los beneficios de una mayor libertad de opción. Pero también la sensación subjetiva de que todo pasará y caducará muy pronto. La institución matrimonial ha quedado hecha trizas, la representación pública genera “indignados”, la economía incertidumbre, las iglesias y cultos sospechas. ¿Sobre qué convicciones anclar la vida? ¿En función de qué proyectos comprometerse?
El subjetivismo a ultranza y la cultura de la imagen se apoderan de las nuevas generaciones, y la sensación de fragmentación y fragilidad de los vínculos se generaliza. De ahí esa nueva búsqueda en el mundo de los bienes simbólicos, y particularmente en la religión. Colaboro pastoralmente en un santuario, y quedo sorprendido por la sed que las personas tienen de ser bendecidas y encontrar paz. En la medida que el presuntuoso coloso con pies de barro se desmorona, se abre camino el anhelo de un “algo más” que lo de siempre…
Cambio de época y vida pastoral
Como no podía ser menos, desde hace algunos años también la vida pastoral de la Iglesia ha ido quedando profundamente afectada por el cambio de época. La gente se acerca mucho menos a los templos, deja de participar de las celebraciones dominicales, no contrae matrimonio cristiano ni llama a un sacerdote cuando tiene algún familiar enfermo. La misma presencia pública de la Iglesia encuentra hoy notables restricciones, y cuando aparece por algún motivo en los periódicos, suele ser a causa de alguna situación escandalosa. En síntesis: el retorno a lo religioso no es sinónimo de retorno a la Iglesia Católica.
Sobre todo en las grandes ciudades, existe una especie de inadecuación entre lo que la gente está buscando en el plano religioso y lo que las instituciones eclesiales y pastorales están ofreciendo. La comunicación no siempre se concreta: visiblemente en el plano litúrgico, pero también en la esfera moral. Incluso entre los llamados “cristianos practicantes”, ¿cuántos matrimonios observan “al pie de la letra” las enseñanzas magisteriales respecto del control de natalidad? ¿Cuántos economistas, políticos y administradores del bien común conocen y siguen la Doctrina Social de la Iglesia?
La incidencia pública de la Iglesia declina significativamente en Occidente. Podríamos alegrarnos si esta transformación tuviera que ver sólo con la figura histórica del modelo de cristiandad, que rigió a las naciones europeas y americanas durante siglos hasta hace algunos decenios. Pero lo cierto es que las nuevas leyes que se promulgan, los nuevos estilos de vida que se afianzan, los nuevos “rituales celebrativos” (normalmente vinculados al mundo de los deportes) muestran una secularización general de la vida.
En contrapartida, muere un Papa u otro nuevo asiste a una Jornada Mundial de Jóvenes, y se congregan multitudes. Nunca hubo tantas emisoras de radio, televisivas, sitios de internet y flujo de información en torno a temáticas religiosas y espirituales. En cierto modo, constatamos que la presencia pastoral de la Iglesia se va virtualizando y santuarizando. En tanto las parroquias van quedando cada vez más deshabitadas y los colegios y universidades católicas exhiben un ideario práctico bastante desdibujado, emergen nuevos movimientos con estilos de vida más informal, y fugaces iniciativas evangelizadoras que dejan el protagonismo a las personas interesadas.
Poco a poco, va madurando una pastoral más individuada, en ocasiones “hecha a la carta”. Se valora mucho más la lectura orante de la Biblia, los grupos de oración, las experiencias espirituales y peregrinaciones; en tanto los pastores tienen cada vez menos conocimiento, incidencia y control sobre la vida real de sus ovejas. Poco a poco, va madurando un cristianismo pluricéntrico, experiencial, místico-simbólico, hogareño, mutante, diversificado. La rigidez institucional parece situarse en la antípoda de las búsquedas y prácticas religiosas actuales.
Los vaivenes pastorales son notorios. Esto genera una alternancia de entusiasmos y decepciones. La convicción que tiende a instalarse es que no vale la pena invertir demasiado esfuerzo en una sola cosa: como en el plano de la economía, se piensa que lo mejor es diversificar las apuestas. Y las que parecerían conservar mayor estabilidad relativa son las opciones pastorales relacionadas con la promoción humana y la inclusión social, ya que en todo caso, parafraseando a Juan Pablo II, siguen el camino del hombre concreto, histórico y real (cf. RH 13-14).
La Iglesia va siendo cada vez menos europea, más americana y africana, crecientemente asiática, tenuemente oceánica. Según los casos, el flujo de misioneros se está invirtiendo o diversificando. Inevitablemente esto incide en los estilos y organizaciones pastorales. Los desplazamientos son claramente perceptibles en los aspectos comunitarios, teológicos y litúrgicos. El mismo imaginario cristiano está sufriendo notables transformaciones. Por ejemplo, en América Latina se ha ido pasando claramente de una devoción estaurológica (=centrada en el misterio de la cruz) a una mística mariana; en Europa, de la primacía del Logos teológico-subjetivo a una prevalencia de la espiritualidad simbólico-comunitaria.
El cambio de época en la vida consagrada
El influjo del cambio de época ha sido más que relevante en los estilos de vida consagrada. Lo primero a destacar es su disminución numérica en Europa y el mundo angloamericano, otrora tan fecunda. En contrapartida, su inverso incremento en África y Asia. En el mundo occidental, entraron en crisis las denominadas congregaciones modernas, muchas de ellas surgidas a partir de (y en reacción a) la Revolución francesa, con una impostación organizacional de origen europeo, fuertemente centralizada y jerarquizada, hoy culturalmente caduca y socialmente rechazada. En contrapartida, se fue dando un desplazamiento hacia formas de vida religiosa inserta, estilos laicales, institutos seculares y modos de consagración menos regulados.
Por otra parte, en estos últimos decenios ha ido creciendo el número de institutos con nombres latinos y se afianza cierto regreso a la “gran tradición”. Ante el clima de perplejidad que genera el cambio de época, estos estilos de vida (“neo-” o “re-”) parecen suscitar entre muchos jóvenes creciente seducción: cuando todo parece desmoronarse o diluirse en la transitoria fugacidad, una vez más se tiende a buscar lo sólido, seguro e inquebrantable. Estamos en la antípoda de los años 70’, donde la prioridad era “deconstruir” y “reinventar”. En estos tiempos crepusculares, la nostalgia por lo ancestral parece casi encandilar.
Lo celta, lo aborigen, lo tribal, pero también lo monástico con sus antiguos hábitos y ropajes. Claro que ahora estas opciones son por un tiempo, casi a prueba, y que los modos de pertenencia se asemejan más a la de los giróvagos medievales que a la de monjes de estricta observancia. Pero detrás de estas búsquedas hay un anhelo por recuperar lo noble y verdadero, todo aquello que después del Concilio Vaticano II parecía haberse “tirado por la borda”. El fuerte resurgimiento de la religiosidad popular es un fenómeno concomitante a las cuestiones recientemente descritas.
La individuación y la itinerancia son características de la vida consagrada actual. Para bien, pero también con el riesgo de caer en un subjetivismo a ultranza, los procesos formativos y los itinerarios comunitarios y pastorales se personalizan. Los carismas se diversifican, y ya no hay modos únicos de vivirlos. Esto es bueno porque abre posibilidades, pero también se corre el riesgo de una creciente disolución. Liberados de los antiguos ministerios, la variada gama de carismas existente en los muchos estilos de vida consagrada debe encontrar anclaje en una teología mística profunda, en consideración de las exigencias psico-espirituales de las personas involucradas, y en diálogo con las actuales transiciones epocales.
Hoy no sólo hay que inculturar los modos de vida religiosos, sino que la formación permanente también debe considerar las vicisitudes del itinerario vital-teologal de los religiosos. Y a diferencia de lo que ocurría hasta hace algún tiempo, esta permanente actualización o aggiornamento pasa a ser responsabilidad prioritaria del interesado. Integrar las exigencias de la vida y los desafíos del entorno en una experiencia teologal pascualmente significativa y elocuente se convierte en indelegable búsqueda y objetivo de la misma persona consagrada.
Los superiores y responsables de la formación en los institutos pueden sugerir, pero la decisión está, definitivamente, en cada uno. Este límite es aún más claro en aquellos cuyo personal ha ido envejeciendo. La generación mayor suele estar en desventaja al momento de captar en lo práctico las iniciativas más convenientes, porque ha quedado culturalmente desfasada. La generación más joven carece aún de experiencia “sapiencial”. Y la generación intermedia suele ser bastante escasa y/o estar saturada de responsabilidades comunitarias, institucionales, administrativas y pastorales. Sin embargo, sigue siendo la más apta para tener una cierta visión de conjunto de la problemática, y la posicionada en mejores condiciones al momento de proponer líneas de acción.