Me he tomado el pulso… y estoy contento porque el corazón me late bien.
El arte es tomar bien el pulso de la vida. Vivir y saber qué vives. Si además vives lo que quieres vivir… te asomas a la felicidad.
Es evidente que diariamente nos ocurren cosas. Algunas veces, incluso, tenemos la sensación de que nos superan o condicionan la esperanza. Sin embargo, hay un punto en la vida en donde aprendes a vivir y reconocer el valor de la vida en lo que viene. No significa que todo te de igual, sino que de todo recibes argumentos de esperanza para llenar de sentido la existencia.
Cuando tienes la misma experiencia de agradecimiento al pronunciar el hola y el adiós; cuando eres capaz de vivir los momentos más áridos como si de ellos dependiese lo más importante, o cuando no mides ni cuidas tu tiempo ante alguien que te necesita o necesita a alguien a quien contarle sus miedos… aparece, dentro de ti, la inconfundible esperanza con un rostro nuevo que te invita a vivir y creer en la vida.
Digo todo esto, porque últimamente en diversos encuentros y conferencias, estoy descubriendo mucha calidad en la vida de las personas. Será que dedico más tiempo a la escucha o será que estoy particularmente sensible ante quien vive agradecido sin que tenga que ocurrir nada extraordinario para experimentarlo. Lo cierto es que veo a muchas personas en la vida consagrada que son felices. Ya saben, son de aquellos que ven el vaso medio lleno, pero alaban el agua que hay, la calidad del aire y la belleza del vidrio. Son personas que están haciendo trayectos personales muy interesantes. Y da gusto tenerlos cerca porque son fuente de auténtica vida.
Cada vez soy más consciente que la verdadera riqueza son las personas. Me da mucha pena cuando este principio se traiciona y algunos, muy confundidos sostienen, con uñas y dientes, instancias, organigramas y textos, aunque detrás no tengan personas. Entre nosotros, los consagrados, ha ido creciendo un número no despreciable de conformistas enamorados de sí mismos y de sus obras, que no alcanzan, por supuesto, a conectar con la novedad que los demás transmiten. Se manifiesta esta patología cuando somos el principio y fin de toda conversación, cuando todo lo hemos vivido o creemos que lo hemos vivido… cuando todo pasa por nosotros, aunque seamos incapaces de pasar por el terreno sagrado de la vida de los demás, porque hemos perdido delicadeza y calidad de escucha.
He reiterado que el problema de esta vida consagrada para tener porvenir no es nuestra debilidad numérica ni la ancianidad acumulada, es un estilo formateado en el que las personas viven juntas para protegerse, no para amarse; o se proponen tareas encomiables pero sin pasión profética y con mucho amor propio… Hay algunas personas que creen que sinónimo de vocación es no amar… y reducen todo a una sucesión pobre de acontecimientos inconexos que no dan vida en el entorno. La reorganización es del corazón no de los inmuebles. El gran cambio es la conquista de libertad para redefinir vitalmente qué merece la pena; qué nos da vida y qué nos la va robando.
Es indudable que hay hombres y mujeres que saben lo que viven y lo aman. Están en la vida consagrada y tienen todas las edades. Disfrutan, con sentido, cada instante. Son capaces de empezar y soñar caminos nuevos. Están gestando mañana para otros. Están en espacios muertos, carcomidos de cálculo, pero saben relativizar. Estos hombres y mujeres, con sentido de vida y vida con sentido, han aprendido a diferenciar lo importante de lo consumible y lo valioso de la baratija. No polemizan, pero no dan la vida por cualquier convocatoria mediocre.
Los que de algún modo lideramos, tendríamos que preguntarnos el significado de no pocos silencios. Muchos de ellos no son desafección al Reino, sino desafección al consumo de religión en el que ya no importa si llegamos a Dios o no, lo que importa es que las cosas se hagan, por el gusto de comprobar lo bien que las hacemos. Eso sí, sin preguntas por la calidad de vida… por si acaso.