San Pablo afirma que “cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo” (Gal 4,4). Según este texto, la plenitud llega, o sea, requiere de una preparación. Y cuando llega no se agota en un instante, sino que permanece a lo largo de toda la vida de Cristo, que vivió su tiempo sintonizándolo con la eternidad de Dios. Esta unión con Dios, en el amor, hace que el tiempo sea pleno. También para nosotros el tiempo puede ser de plenitud en la medida en que vivimos unidos a Dios y nos abrimos a los hermanos por el amor. Pues el amor es lo que hace que el tiempo deje de ser aburrido y caduco y se abra a una plenitud que se renueva cada día.
En la Encarnación del Verbo, el tiempo y la eternidad se fecundaron mutuamente. Dios no sólo entró en el tiempo, sino que asumió el tiempo, asumió nuestra realidad efímera para llenarla de eternidad. El motivo de esta asunción solo puede ser el amor. Lo propio del amor es ir hacia el amado, identificarse con el amado. El Verbo se hizo carne, “vino a lo nuestro”, a lo nuestro y no a lo suyo, porque lo nuestro es lo suyo (cf. Jn 1,14). Y viniendo a lo nuestro lo lleno de divinidad. Se produjo un maravilloso intercambio. El tiempo de Cristo alcanzó su perfección en la Pascua. Así el tiempo entró en la eternidad, perdiendo para siempre su carácter caduco.