El evangelio de la Transfiguración nos acompaña este segundo domingo de cuaresma y nos lleva a esa montaña donde se anticipa lo que va a ser y ya está siendo nuestra vida. Nos conduce, en medio del tiempo privilegiado de conversión, al acontecimiento primero y primordial que, de algún modo, surge desde las entrañas de un Dios resucitado y resucitador.
El color blanco cubre la escena, tanto que hay que entornar los ojos para poder vislumbrar algún retazo de lo que se va dibujando. Y en medio de la blancura, formando parte de ella, podemos escuchar un diálogo de profetas. Un diálogo que no entendemos pero que en el fondo habla de lo único: del amor. Elías, Moisés y Jesús hablando de nosotros. Diciendo que lo que está sucediendo sucederá en todas las épocas y en todos los seres humanos si se abren a esta realidad difusa, pero plena, de la Vida.
Unas palabras también blancas, un decir bien sin paliativos, un torrente suave que llena la existencia aunque por momentos lo olvidemos. La palabra definitiva de la Creación («Y vio Dios que era bueno») pronunciada sobre nosotros mismos. Pero no en una bondad triste moralizante de miserables obras que buscan aparentar, sino en esa bondad completa que también es belleza regalada de existir para los demás y con los demás. Una bondad blanca que nos alcanza porque no es nuestra, porque desde el seno materno nos fue entretejiendo, porque es Dios en nosotros, desbordado y desbordante.
En una blancura sonora que, si nos paramos un rato, podemos percibir en nosotros mismos y en los demás: anticipo y presencia de resurrección, de llevar a plenitud ya lo que venimos siendo de manera gratuita. Blanco susurrante en nosotros.