En este tercer domingo de Adviento, el Gaudete, el de la alegría. Y Jesús nos alegra infinitamente con una de sus desproporciones hermosas y desconcertantes: » Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan, el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él.»
Y nosotros nos quedamos boquiabiertos y con un cosquilleo extraño en el alma, saboreando la amargura dulce de esta afirmación fuera de lugar, literalmente «utópica». Y en la hermosura de la utopía de unos pequeños enormes nos contemplamos a nosotros mismos y a nuestras fachadas de pretendida grandeza disimulada por una malaprendida pseudo humildad . Y en esta contemplación nos encontramos con lo más pequeño de lo que somos y apartamos de los ojos de los demás por esa vergüenza original (pecado) de sabernos desnudos y vulnerables. Y esa pequeñez tan grande se revela y pide que la dejemos ser ella misma, que la desnudez es fragilidad pero también verdad y milagro de oír, ver, sanarse, resucitar y anuncio de una alegría también desproporcionada.
Y esa desnudez pequeña, de los pequeños, nos lleva de la mano a un pesebre en el que todo es diminuto y débil, en el que los signos son silencio de estrellas y susurros de ángeles, un Dios nacido y volviendo sus ojos sorprendidos, casi cerrados, hacia este tiempo y hacia este espacio, hacia las limitaciones desconcertantes pero bellas de la vida aquí. Y el aquí ya es allá y la boquita se le llena de una sonrisa pequeña pero inmensa, eterna, que ya para siempre forma parte de nuestras vidas, desproporcionadamente.
Bendita desproporción…