Bautizados en Dios para ser uno

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Hoy, solemnidad de la Santísima Trinidad, lo escucharemos dicho así: “Id, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.

Eso significa que nos hicieron discípulos de Jesús por inmersión: hemos sido “bautizados en Dios”, sumergidos en la comunión que es Dios, inmersos en la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, en la fuente de la luz y de la vida, en aquella “eterna fuente que mana y corre, aunque es de noche”.

El Apóstol lo declaraba así: “Hemos recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abba, Padre!”… “Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios… también herederos… coherederos con Cristo”.

Eso significa que el Espíritu Santo –lo que hemos recibido-, da testimonio de lo que somos –hijos de Dios-.

Pero aún hay mucho más que contemplar en este misterio. Esa comunidad de hijos de Dios, que es la Iglesia, es el cuerpo de Cristo. Que ninguno de sus hijos olvide la comunión en la que permanece con el Hijo único, con la Palabra de Dios hecha carne, con el Hijo amado, con el predilecto. Que ninguno olvide que permanece en Dios.

La eucaristía que celebramos es evidencia sacramental de esa comunión: tú y Cristo Jesús, él en ti y tú en él, “un solo cuerpo con él”, los dos “una sola carne”.

Entonces ya no podemos olvidar que pertenecemos a la vida de la Trinidad Santa; ya no podemos olvidar que somos hijos en el Hijo; ya no podemos olvidar el amor con que en el Hijo, somos amados, la gloria que en él recibimos, la gracia con que en él la Iglesia, que es su cuerpo, es consagrada y embellecida.

Esa gracia, esa gloria, ese amor, son el imán que desde siempre atrae a los bautizados en Dios a la quietud contemplativa, a la caridad efectiva, al compromiso con la justicia.

Por la fe hemos conocido un misterio inefable. Por los sacramentos de la fe hemos entrado en la intimidad de Dios, en su casa, en su familia, en la Trinidad Santa.  Por la fe y los sacramentos somos hijos de Dios en el Hijo de Dios. Por la fe y los sacramentos somos una humanidad de hermanos.

Tú, Iglesia cuerpo de Cristo, tú que te sabes sacramento de la unidad que es Dios, te sabes, por eso mismo, comprometida en la lucha por la unidad de toda humanidad.

Condición indispensable para avancemos en ese camino es que, entre tus hijos, ya no haya más rico ni pobre, esclavo ni libre, varón y hembra, regular e irregular, extranjero y nativo, de los nuestros y de los otros, “pues vosotros hacéis todos uno” en Cristo Jesús. Si damos el escándalo de la división, de la desunión, de la ausencia de comunión entre nosotros, nos habremos ausentado de la casa común, del misterio de la Trinidad, del cuerpo del Hijo, y nada podremos aportar al mundo al que, ungidos por el Espíritu Santo, hemos sido enviados.

Que la división no niegue el bautismo que hemos recibido, la eucaristía que celebramos: hemos sido bautizados en Dios para ser uno: Uno con él, uno con todos, uno con todo.