Dejo eso. Entre otras muchas “perlas” que se encuentran en el número 43 de la Gaudium et Spes, una parece profética: “sabe la Iglesia que hoy es mucha la distancia que se da entre el mensaje que ella anuncia y la fragilidad humana de los mensajeros a quienes está confiado el Evangelio. Dejando a un lado el juicio de la historia sobre estas deficiencias, debemos, sin embargo, tener conciencia de ellas y combatirlas con máxima energía para que no dañen a la difusión del Evangelio”.
Se me ocurren dos comentarios: hoy ya no es posible “dejar a un lado el juicio de la historia”. Ni el de la historia ni el de nuestros contemporáneos. Por eso cobra todo su valor la necesidad de combatir esas deficiencias (ya sé que “deficiencias” es un lenguaje suave), en primer lugar, porque, en ocasiones, hay personas afectadas y perjudicadas; y luego, porque en el caso de la Iglesia (al contrario de lo que ocurre en otras instituciones), las culpas individuales dañan a la institución; peor aún, dañan a la difusión del Evangelio.
No está mal empleada la palabra “difusión”. Las deficiencias duelen a los que ya han acogido el Evangelio, pero si lo han acogido bien, los pecados de la Iglesia y de los cristianos no son motivo para abandonarlo. En este sentido esos pecados también les dañan en forma de dolor. Pero el daño que se hace a quienes todavía no han acogido el Evangelio es de otro nivel, es un daño que se convierte en obstáculo para la acogida. ¿Cómo contrarrestar este daño a la difusión del Evangelio? Con el testimonio valiente, convencido, convincente de aquellos cristianos que han recibido y acogido el Evangelio. Testimonio que implica la ayuda de esos cristianos a los perjudicados y la condena de los delitos cometidos. Condena que no tiene que estar exenta de llamadas a la conversión y al arrepentimiento.