Aprendiendo a conjugar con Jesús el verbo recibir

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Para el niño que fui, el verbo recibir significaba comulgar.

En aquel tiempo la fe decía sencillamente que, comulgando, es decir, recibiendo y comiendo el Pan de la eucaristía, recibíamos a “nuestro Señor”.

En el evangelio de este domingo es Jesús el que conjuga el verbo recibir y le da un significado que vuelve a ser sinónimo de comulgar: Quien recibe a sus apóstoles, está recibiendo a Jesús mismo –comulga con él-; y quien recibe a Jesús, está recibiendo al que lo ha enviado, que es como decir que está comulgando también con el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo.

En los días del niño que fui, recibir a Jesús, quererle, me parecía fácil, bonito, agradable: era cosa de domingos y de fiestas.

Después fue el mismo Jesús quien me enseñó que la cosa no era tan así: que ese quererle a él había de estar por encima de todo otro querer; que recibirle a él llevaba consigo asumir la propia cruz; que comulgar con él implicaba “perder la vida por él”; y que aquello era cosa de todos los días, incluidos domingos y fiestas.

Pero aquello no era una desdicha: quien haga de ese modo el camino del discípulo, terminará por constatar asombrado, dichoso y agradecido que la vida perdida –esa vida regalada- ha sido una vida lograda, plena, verdadera.

A esos discípulos que todo lo han encontrado porque todo lo han perdido es a quienes se refiere el cántico del evangelio: “Vosotros sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada”. Es a ellos a quienes se dice: “Proclamad las hazañas del que os llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa”.

Ésas son paradojas del Reino de Dios: Quien se queda con la propia vida, la pierde; quien la pierde por Cristo Jesús, ése la encontrará. Quien se queda con la propia vida, se aleja triste con sus muchas riquezas; quien la pierde por Cristo Jesús, quien comulga con él y con los pobres -quien los recibe-, “cantará eternamente las misericordias del Señor, anunciará la fidelidad de Dios por todas las edades”.-

No podré comulgar con el Señor sin morir a mí mismo. No podré recibir al Señor sin vaciarme de mí mismo.

He dicho: “recibir al Señor”; y el evangelio me recuerda que se trata de recibir a discípulos, a profetas, a justos; y la memoria de la fe golpea la puerta de mi vida reclamando comida para los que tienen hambre, bebida para los que tienen sed, vestido para los que están desnudos, acogida para emigrantes, calor humano para los que viven en soledad, comida, bebida, vestido, acogida y calor humano para Cristo Jesús con quien comulgamos, para el Señor a quien queremos recibir.

El evangelio y la fe piden que reciba a Cristo Jesús como él me ha recibido.

Como el niño aprende de su madre y de su padre, habré de contemplar y aprender a Cristo Jesús en la escuela de la encarnación, habré de aprender su abajamiento, su vaciamiento de la condición divina, su tomar la cruz y negarse Dios a sí mismo para buscarme, la entrega de su vida para amarme hasta el extremo, para recibirme, para devolverme en la condición de hijo a la casa de Dios.

Y lo aprenderé también en la escuela de la eucaristía, contemplando a quien quiso ser Pan del cielo sobre mi mesa, para que, al recibirlo –al comulgar con él-, recibiese vida eterna e hiciese de mi vida un pan sobre la mesa de los pobres.

El niño que soy continúa aprendiendo a ser lo que ha creído, a ser lo que comulga, a ser pan, a ser Jesús.

Feliz domingo.