Uno vio “al Señor sentado sobre un trono alto y excelso”; el otro vio sólo la redada de peces que había cogido después de echar las redes “en la palabra de Jesús”; y los dos, Isaías y Pedro, el profeta y el pescador, se asomaron al misterio de la grandeza de Dios y de la propia pequeñez, se vieron perdidos en la santidad de Dios y en la realidad inquietante del propio pecado.
El profeta expresó así lo que había experimentado: “¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos”.
El pescador expresó con una súplica y un gesto lo que había aprendido viendo peces en las redes: “Se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: _Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”.
Cada domingo nos reunimos para escuchar la palabra del Señor. Cada domingo nos acercamos a la mesa del Señor. Se supone que en la eucaristía escuchamos y comemos para mejor conocer la voluntad del Señor, obedecer sus mandatos, acoger su salvación y seguir sus caminos.
Cada domingo, como el profeta, nos acercamos al templo del Señor. Cada domingo, como el pescador, también nosotros echamos la red “en la palabra de Jesús”. Cada domingo es una ocasión que la gracia nos ofrece para el asombro por lo que se nos revela, para el santo temor de Dios por lo que Dios es, para la humildad del corazón por lo que nosotros somos.
Cada domingo, allí donde el profeta dijo: _ “¡ay de mí, estoy perdido!”; y donde el apóstol dijo: _ “apártate de mí, Señor, que soy un pecador”, nosotros decimos, robando las palabras a un soldado romano: “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa”.
Hoy, con vosotros, quiero robarlas todas: las del profeta, las del pescador, las del soldado, por si se me agarra al alma el conocimiento de la grandeza de Dios, de su santidad, con la sabiduría de mi indignidad para ir hasta Dios o para recibirle si él viene a mi casa.
Hoy, con vosotros y con el apóstol, le diré «apártate», porque soy un pecador; mientras todo mi ser, con vosotros y con los discípulos en el camino de Emaús, le pediremos «quédate»: Quédate, porque anochece, y se oscurece la fe; quédate, porque tú tienes palabras de vida eterna; quédate, porque te necesitamos; quédate, porque sabemos que nos amas.
Y si la Eucaristía nos remite, Señor, a la entrega de tu vida por nuestro amor, mientras te digo «apártate» pues mi pecado es de muerte, mientras te digo «quédate» pues tu voz es de infinita misericordia, te diré también: “acuérdate de mí en tu reino”, entregando así mi pecado a tu misericordia.
Feliz domingo.