Ana y Simeón esperan. Pero esperan en la esperanza prometida de hacia muchos siglos y que no acababa de llegar. Los dos rondando por el Templo porque sabían que por allí tenía que pasar el Mesías cuando el tiempo estuviese cumplido. Los dos viviendo de unas palabras antiguas pero todavía vivas. Los dos creyendo que un niño podía traer la salvación a Israel y a todas las naciones. Tiempo de búsqueda y de sueños.
Y llegó el día. Y la salvación vino de la mano de un primogénito portador de tórtolas y de pichones, de ritos antiguos que no tardarían en convertirse en nuevos y en romper los odres viejos. La salvación vino de Galilea, de tierra conflictiva de paganos, y sólo estaba de paso por Jerusalén.
La salvación-niño les tocó el alma y dijeron palabras proféticas de esperanza y de dolor, pero de dolor que discierne y que hace revivir. Y Ana y Simeón ya pudieron descansar y gozar de ese encuentro con el niño de las tórtolas, con el primogénito del establo, amigo de buey y mula. Y la salvación salió a su encuentro y el encuentro los transformó y sus palabras quedaron para siempre en la letra viva de la Palabra.
Ana y Simeón, profetas pequeños de lo enorme que pasan desapercibidos entre la multitud del Templo pero que son certeza para el Dios de la Vida. Anas y Simeones también hoy en tantos lugares, en tantas historias. Feliz día de la vida consagrada a los Simeones y Anas de hoy, profetas de lo diminuto enorme.