El encuentro del Resucitado con Pedro nos da una definición hermosa de la comunión-misión: el amor que lleva a apacentar y a dejarse apacentar. El amor que nos hace frágiles y cambia el mundo de relaciones moviendo el centro de gravedad del poder o el aprovechamiento al amor entregado y a la verdad de lo que nos habita, en ese claro-oscuro de lo que realmente somos.
El Reaucitado nos abre los ojos a esta nueva realidad que nos impide vivir desde los ventajismos y de percibir a los demás como simples objetos que están al servicio de nuestros intereses, aunque estos estén teñidos de santidad o de celo apostólico.
Lo que el Resucitado nos pide es que dejemos aflorar ese riesgo, siempre incierto, de amar y dejarnos amar. Si así lo hiciésemos ya viviríamos los retazos de resurrección que se encuentran por doquier. Si así fuese dejaríamos de movernos y de «hacer» desde criterios de calidad y de eficiencia, de censos absurdos y ególatras (cuántos somos o a cuántos llegamos)… Nacerían (ya existen) comunidades frágiles que saben que dejarse apacentar por el que es la Vida es el único modo de apacentar con la suavidad del Pastor de los campos de azucena. Y es, al final fuente de todo principio, poder vivir los consejos evangélicos (que son más amplios que la Vida Consagrada) como intimidad que ya es llevada: «te ceñirán y te llevarán a donde no quieras».
Y todo en la única pregunta: Me amas?