Con la lectura “encarnatoria” de la Palabra de Dios y la atenta escucha y obediencia entramos de lleno en la misión que tiene como objetivo la búsqueda del Reino de Dios y su Justicia. Y si Reino de Dios y Justicia están mutuamente implicados en la misión de Jesús, ¿cómo no lo van a estar en la misión de la Iglesia? ¿No es la celebración eucarística el punto culminante -en nuestra historia- de la presencia del Reino de Dios y de su Justicia? ¿Qué decir de las celebraciones y de las espiritualidades que no son en nada una amenaza a las injusticias, a la corrupción a la imposición de unos pocos sobre las grandes mayorías?
La unión con Dios nos capacita para vivir como Dios vive y ver como Él ve. Es el Espíritu Santo quien nos une a Jesús. Él nos lo hace actual, atractivo, interpelante, imprescindible. El Espíritu nos va transformando en Jesús. Y así nos unimos a Dios nuestro Abbá.
Una de las grandes urgencias de este tiempo es la de recuperar la visión de Jesús. Es decir: ¡ver como Jesús ve! En eso consiste la contemplación cristiana. Compartiendo su visión:
podemos ver qué hay debajo de la superficie de los acontecimientos:
a través de las ilusiones y las decepcionantes exigencias de muchos sistemas humanos, podemos ver -más allá de lo que pasa y lo inmediato- lo que es permanente y duradero.
Es por esto, por lo que los auténticos contemplativos cristianos son la mayor amenaza a la injusticia. ¡Todo lo contrario de los activistas superficiales que sólo ven necesidades parciales!
Los cristianos que se identifican con la visión de Jesús se vuelven revolucionarios en el sentido de que ellos descubren las raíces de los problemas del mundo.
Esta contemplación es un requisito para entrar en la batalla contra el mal en la profundidad de los corazones humanos y en las estructuras de la sociedad. Es un requisito para la liberación de las personas y las comunidades. Pablo les dijo a los Filipenses que la resistencia al mal solo puede surgir del conocimiento y la visión (Filp 1,9).
La injusticia y la alienación se perpetúan a través de la comprensión limitada y recortada de la realidad, a través de la desidia e incapacidad para actuar.
Apropiarse de la visión cristiana no es una cuestión meramente teórica. Aprendemos actuando. Seguir a Jesús implica seguir su camino. Creer en Él nos hace disponibles para cumplir la voluntad del Padre[1]. En los evangelios la obediencia en el sufrimiento y en la acción tienen prioridad respecto a meras visiones teóricas[2].
Jesús devolvía la vista a los ciegos. Pero se lamentaba mucho de la ceguera espiritual de los líderes de Israel y de otros. Esa ceguera espiritual les impedía abrirse a la conversión, al cambio de mentalidad.
Tal ceguera era curiosamente relacionada con la sordera, la desidia para escuchar la Palabra de Dios que llama al pueblo a conversión. La conversión no era ante todo cuestión de tener nuevas ideas o creencias o ejecutar nuevas formas de culto; la conversión implicaba una nueva forma de relacionarse con Dios de tal manera que uno se relacionara de forma muy diferente también con los demás. La conversión era cuestión de vivir en justicia, justamente.
Nosotros los cristianos podemos padecer de ceguera colectiva y también personal. La ceguera institucional hace difícil a los individuos convertirse y escuchar la palabra de Dios que los llama a la conversión.
Más aún: una clara visión no garantiza una acción transformadora. Hay personas que ven lo que habría que hacer, que tienen una visión adecuada de los problemas del mundo, pero tienen miedo, les falta fuerza, o la misma indiferencia les impide actuar. Del mismo modo, hay quienes ven lo que habría que hacer, intentan hacerlo, pero no lo consiguen del todo: ellos no son Dios. El misterio de la iniquidad es más fuerte que ellos.
Isaías proclamó que el camino del justo nos lleva a una montaña segura, donde el Señor proveerá de alimento fresco y de vino a su pueblo, le enjugará las lágrimas (Is 25, 6-8).
Sin embargo, hay discípulos fieles que no conocen ese lugar de descanso, que no tienen la posibilidad de alimentarse para el camino, a quienes nadie enjuga sus lágrimas. Son discípulos que experimentan decepción, frustración ante la intransigencia de la iniquidad, que sigue victoriosa en las estructuras del mundo.
Papa Francisco nos está mostrando cómo la Palabra de Dios de cada día, si es adecuadamente escuchada e interpretada, nos saca de nuestra sordera y nos abre a la “visión de Jesús”. Dejémonos de espiritualismos y ritualismos, para entrar de verdad en la justicia del Reino de Dios. No dejemos en nosotros lugar a la injusticia, porque los hijos e hijas de Dios no se lo merecen, porque la creación también tiene que ser liberada de la injusticia y de la corrupción.
[1] Cf. David Morland, The Eucharist and Justice. Do this in memory of me. Se trata de un documento preaparado por la Comisión internacional de Justicia y Paz en Inglaterra y Walles (1980).
[2] Thomas Cullinan, The passion of polítical Love, Catholic Institute for International Relations, London, 1982.
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