Escuchado el mandato: ‘amarás’, la fe se arrodilla diciendo: “Yo te amo, Señor”.
Con la fe atrevida del salmista, con la fe esponsal de la Iglesia, con la fe obediente de Jesús, voy haciendo yo también mi confesión de amor: “Yo te amo, Señor”.
Hago mi confesión y me pregunto, Dios mío, por la verdad de lo que digo, por lo que realmente significan para mí las palabras de lo que confieso.
Se puede pensar que amar a Dios, que amarte, Señor mío, sea algo así como ser buena persona, gente honesta, gente tranquila, ciudadano ejemplar.
Puede que alguien piense que creer y amar es lo mismo que tener convicciones doctrinales, una ortodoxia beligerante, prácticas religiosas respetadas escrupulosamente.
Todo eso se puede pensar, aunque también se puede sospechar que hacer cosas, tener creencias, defender doctrinas, ser buena gente, no reclama de nadie el don de sí mismo, la entrega que es propia del amor.
Y algo me dice, Señor, que, si digo: ‘te amo’, con esas cinco letras me estoy obligando a la entrega de todo lo que soy.
Te pido, Señor, que mi fe no se limite a afirmarte, sino que me deje a tus pies para escucharte, para guardar tu palabra, para guardarte dentro de mí.
Que mi fe no se limite a afirmarte, sino que me descalce por si quieres lavarme los pies para que tenga parte contigo.
Señor Jesús: dame una fe que me lleve hasta ti, y contigo me lleve hasta tu Padre del cielo, y me deje ungido en ti por tu Espíritu Santo.
Con esa fe quiero hacer hoy mi confesión: “Yo te amo, Señor”.
Amo tu palabra; amo ese cuerpo tuyo que es la Iglesia; amo tu cuerpo glorificado que se me ofrece en la eucaristía; amo tu cuerpo sufriente que se me acerca en los pobres; amo todo lo que eres y todo lo que amas: “Yo te amo, Señor”.
Y así, como si no supiera cuál es tu segundo mandamiento, me encuentro con la gracia de verlo cumplido, como si ese segundo fuese el primero, como si el primero no tuviese sentido sin el segundo.
Sólo pido amarte en lo que amas: amarte en tu creación, vestigio de tu hermosura; amarte en la humanidad, que hiciste a tu imagen y semejanza; amarte en tu Hijo, que quisiste en todo semejante a nosotros; amarte en la Iglesia, que es su cuerpo; amarte en los pobres, que son sacramento de su presencia.
Y así a todos amaré como si ellos fuesen yo mismo, como si ellos fuesen tú mismo. Y con todos comulgaré, con todos seré uno, cuando hoy comulgue, Señor, cuando hoy sea uno contigo.
Sólo los pobres pueden dar fe de la verdad de mi confesión de amor; sólo ellos pueden dar fe de la verdad de mi comunión contigo; ellos son la medida de mi amor a ti.
“Amarás… a tu prójimo como a ti mismo”.
Feliz domingo.