Habéis oído lo que el patriarca Abrahán dijo a los tres hombres que vio en pie frente a él: “Señor, no pases de largo junto a tu siervo”. Y también habéis oído lo que el evangelista dice de aquellas dos hermanas que hospedaron a Jesús: “Marta lo recibió en su casa. María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra”.
Dichosos vosotros, amados de Dios, que por la fe habéis acogido en vuestra casa al Señor, dichosos quienes lo honráis con el obsequio de vuestra hospitalidad, con la sencilla familiaridad de vuestra mesa.
Puede que hoy, como sucederá “cuando venga en su gloria el Hijo del hombre”, también vosotros preguntéis: “Señor, ¿cuándo te hemos recibido en nuestra casa?”
Y el Rey irá desvelando el misterio de su presencia en vuestra vida: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”. “Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza”. “Lo que hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”.
Escuchando y creyendo, que es la forma que tiene entre los hombres el amor de Dios, María de Nazaret concibió en su seno para dar a luz a la Palabra de Dios hecha carne.
Escuchando y creyendo, los hijos de la Iglesia abrimos para Dios las puertas de nuestra vida y lo recibimos en nuestra casa.
Abrimos las puertas a Dios cuando guardamos en el corazón sus palabras, sus promesas, su memoria, su alabanza.
Le abrimos de par en par nuestra casa cuando, comulgando, buscamos que él lo sea todo en nosotros, que se nos pueda decir suyos más que nuestros, que él viva en nosotros más que nosotros mismos.
Cuando el hambriento, el sediento, el emigrante, el encarcelado, el enfermo, encuentran cobijo en nuestra compasión, es a Dios a quien abrimos las puertas del corazón.
Ama, y Dios habitará en ti, porque Dios es amor.
Feliz domingo.