Adviento: “Nadie nos podrá quitar la esperanza”

0
1418

En estos tiempos de crisis el mayor peligro es caer en la desesperanza. La desesperanza se enraíza en el olvido y la indiferencia ante el otro, como si fuera extraño y dejara de ser carne de nuestra carne y huesos de nuestros huesos. La esperanza se verifica y se hace creíble en la fraternidad que se ejerce en todo tiempo para que lo sea de gracia y de luz, tanto en la adversidad como en la bonanza. Los cristianos, hoy como nunca, estamos llamados a ser testigos y a dar razón de nuestra esperanza desde el compromiso con la existencia. Necesitamos reavivar nuestra reflexión teológica y espiritual sobre esta virtud.

Existen dos modos de esperar, uno se refiere al futuro como realidad determinada de antemano a la vez que incierta, conduciendo al temor y a la inseguridad o a la indiferencia burguesa de lo seguro; otro mira el futuro en cuanto realidad abierta, desde una comprensión de la historia como espacio novedoso en el que se encuentran dos libertades, la humana y la divina.

El cristiano, que camina por la segunda versión de la espera, vive el futuro como esperanza, desde una serenidad y certeza que inquieta lo más profundo del ser humano para amar la historia y hacerla capaz de eternidad en el corazón de Dios, viviéndola como gracia a la luz de la promesa divina que nos lanza a la fraternidad sin límites. Sabemos que la esperanza es un bien divino y universal, las esperas pueden estar determinadas a tiempos, colectivos, tierras, pero la esperanza es de todos, no puede ser individual, es colectiva y universal, con dirección de absoluto, por eso no puede haber esperanza sin los hermanos. Se trata de un tesoro que llevamos en vasijas de barro pero que pertenece a toda la humanidad, y los que más pueden reclamarla porque más derecho tienen a ella, son los pobres y los desesperados, esos han de ser nuestros hermanos preferidos. Sin los hermanos no hay esperanza,  Dios quiere darla y nadie tiene derecho a quitársela. La historia de la  salvación nos da la clave definitiva, el verdadero contenido de la esperanza es el propio Dios que se promete, y este Dios sólo es amor, fraternidad cumplida en la historia, que no puede ser sino de salvación para todos.

De este modo el creyente recoge la antorcha del Pueblo de Israel, que siempre reconoció en Yahvé al Dios de la promesa, provocador de la confianza, desde la fidelidad, y por ello mismo de la esperanza.

Todo comenzó con Abrahán, quien “creyó contra toda esperanza” la promesa del Señor que le desinstalaba para el encuentro con la vida ansiada; hijos de esta fe, aquellos harapientos hebreos “creyeron contra todo poder” que la compasión de Yahvé era más fuerte que Egipto y “amanecieron” en la tierra prometida, tras la difícil conquista de la libertad en el desierto; serían estos mismos, los exiliados, que, a la voz de los profetas, “creyeron frente a la ruina de su propio pecado” que Él, que gratuitamente los había creado, amorosamente los rehabilitaría en la dignidad de elegidos y de plenitud futura. El mismo pueblo, dolido por el misterio de la muerte y la iniquidad, experimentado en la persecución y el martirio (época de los macabeos),  avalado por la experiencia continua del Dios que siempre los había acompañado, “creyó contra toda muerte”, que el amor de Dios no los dejaría en las garras del “sheol”, y habló de resurrección como actuación definitiva.

Qué gran marco de comprensión para entender que el Señor que promete quiera hacerse contenido de la promesa: Dios Padre Todopoderoso y creador, “creyendo en cada hombre y en la creación entera”, se hace criatura en Jesucristo, y toda criatura -por Él, con Él y en Él- estalla de un modo definitivo en el corazón del Creador, en una efusión que no tiene retroceso porque la Alianza es eterna y ha sido sellada con su sangre, que es nuestra sangre, y con su vida -divina y gloriosa- que se nos da como primicia y como cuerpo resucitado del que formamos parte por su Espíritu. Ahora todos somos hermanos, la esperanza fecunda el deseo y la realidad de la fraternidad, deseo que se alimenta en la eucaristía de la justicia y la salvación.

Somos hijos en el Hijo y estamos llamados a la vida eterna, al gozo de ser con Cristo, en la fraternidad plena de la comunión de los santos, cobrada en la justicia y en la libertad total y definitiva, junto con toda la creación.

Nuestra esperanza tiene sentido, un gran sentido, porque Cristo Jesús, el Mesías esperado y anunciado por los profetas en el Antiguo Testamento, el Hijo de Dios, se hizo carne, “plantó su tienda entre nosotros”. Se hizo uno de los nuestros, es decir: nuestro Dios es un Dios cercano, ha compartido nuestra humanidad, ha sabido de las alegrías y esperanzas de los hombres, ha vivido en el mundo que los hombres día a día van tejiendo: “hecho hombre por vosotros”. Ahora tenemos la misma sangre y nos sentimos reclamados como hijos amados de Dios en todos los hermanos que necesitan de su esperanza y su gracia.

Nunca podrán quitarnos nuestra esperanza porque “nadie ni nada podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo-Jesús”. La esperanza cristiana es la virtud que nos dinamiza, nos libera del miedo a la muerte, y nos hace adentrarnos en el corazón de la historia sabiendo que el único discurso creíble sobre la resurrección y la vida eterna es aquel que se articula en el lenguaje de las esperas humanas -como hizo Dios en Jesús de Nazaret-, en el compromiso serio y real de la Iglesia, y en ella, de cada cristiano, a favor de los hombres en la búsqueda de la justicia, la libertad y la paz verdadera que anuncian y anticipan lo que creemos y esperamos.

A los creyentes nos queda la misión y el gozo de dar razón de nuestra esperanza, en la transparencia de una vida que camina ya desde lo que espera como definitivo: un reino de libertad, de justicia y de paz en el amor absoluto.

Lo definitivo se hará realidad desde la religación amorosa con el presente que vivimos, dejándonos afectar apasionadamente por todo lo que siendo humano se nos revela como divino, sobre todo el otro que necesita y quiere ser nuestro hermano en su debilidad, sintiéndonos llamados a mirar todas esperas  y a dolernos con todas desesperanzas haciéndolas nuestras para redimirlas en la esperanza que nace del resucitado.