Dice el refrán castellano que quien espera, desespera. Y algo de eso nos pasa con el Adviento. Cada año, se nos recuerda que el Señor volverá y que hemos de estar preparados y atentos. ¿Lo estamos?
Jesús, en este evangelio tan directo, les dice a los discípulos: “Mirad, vigilad pues no sabéis cuándo será el momento”. Aquellos seguidores no comprendieron el consejo porque tenían a Jesús ante sus ojos. Los que vinieron tras Pentecostés tampoco entendieron esa insistencia porque no le veían. Ha ido pasando el tiempo y, aún hoy, no sabemos interpretar esa venida. De tal manera que, aunque cada año se nos invite a esperar, hemos perdido la tensión. ¿Por qué?
Para mí que nos aburre esperar: Hace un mes acompañé a un amigo a la cola del paro. Allí, en la sala de espera reinaba un silencio desconcertante. Todo el mundo miraba el luminoso donde aparece el número y la mesa donde cada uno tiene que realizar sus gestiones. Cada uno esperaba “a su pesar”; sin ganas. Ahora que comienza el Adviento quizá yo esté en la misma situación: esperando, a mi pesar, que pase el número de otro año.
Para mí que no sabemos esperar: No hay más que ir a las salas de espera de los hospitales y comprobar cómo la gente se desespera porque no le atienden a la hora que le citaron. Hemos perdido la paciencia y las formas porque pretendemos que todo sea inmediato y a nuestro gusto. No aguantamos una contradicción. No sé si al inicio del Adviento estamos como los critianos de Corinto: con prisas para celebrar, prisas para comulgar, prisas para acabar llegando tarde a algún sitio.
Para mí que no queremos esperar: Buscamos atajos para evitar los atascos inevitables. Queremos estar en el lugar siguiente sin pisar en el que estamos y, claro, perdemos el tiempo y el humor.
Pero, para mí es que no esperamos a Cristo. Las situaciones anteriores no son una “espera” porque no desean la llegada de “la persona”. Da la sensación de que no queremos que venga -aunque lo anunciemos en los carteles-. Si viniera rompería nuestros procesos, nuestras inversiones y nuestras rutinas. Y eso ¿nos interesa? Hemos desistido de nosotros mismos, de nuestras capacidades, de nuestras políticas, de nuestra solidaridad; incluso, de agradar a Dios. Por eso le mantenemos a una distancia segura; lo quitamos de nuestra vista y de nuestros deseos y esperanzas.
Eso se manifiesta en la cantidad de quejas e insultos que brotan de nuestros labios, y en la desafección que se gesta en nuestro corazón. Decimos “podemos” sólo para indignarnos y enfrentarnos… y no para fiarnos de las promesas de Cristo. Por eso nuestra vida cristiana lleva más de cansancio aburguesado que de gozo por un encuentro.
Isaías –ante un desánimo parecido- clama: “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!”. Provoca en Dios la salida hacia el hombre y en el hombre la salida hacia Dios. Y el encuentro entre ambos es lo que propone el evangelio. El encuentro de personas que se esperaban: como los que vemos en los aeropuertos anhelando la llegada del amigo; en las salas de urgencias de los hospitales deseando saber del enfermo; en la noche de Reyes cuando los niños velan impacientes por la llegada de los Magos.
Esas son esperas auténticas: anhelantes, emocionantes, inocentes porque esperan a una persona.
Ojalá este Adviento esperemos a Cristo y salgamos a su encuentro. Y contagiemos a los demás de nuestra esperanza. Esa es la disposición de una Iglesia en salida y que no aguarda en una sala de espera.