Entre las dos venidas, la de la encarnación y la final del Señor Jesús, en la que no habrá ya más lágrimas ni dolor, nos situamos nosotros. En ese tiempo hermoso de lo cotidiano en el que se nos regalan presencia diminutas de esa misma encarnación que permanece en Dios por la Resurrección. No es sólo un tiempo de espera, el Mesías ya se dio de una vez para siempre, sino que es un tiempo preñado de esperanza. De una esperanza que hace que levantemos la cabeza de nuestro propio ombligo para dirigir la vida y la mirada hacia el más allá cercano que nos rodea. No al más allá del futuro en Dios (ese ya está asegurado por el amor) sino a ese más allá de los «acás» frágiles que nos hablan de las transparencias de Dios y de la sutileza de su presencia.
El Adviento es ese tiempo de percibir lo pequeño de Belén (también de los años de Nazaret) que se va desplegando, casi imperceptiblemente, ante nuestros ojos a veces cansados o ante nuestras manos necesitadas de asir lo infinito en lo limitado de nuestra realidad. Pero un percibir discreto de un Dios también discreto; de un Dios hecho carne limitada como la nuestra; de un Dios que vivió (y vive) todo lo que nosotros, de una u otra manera, experimentamos en esta belleza a veces amarga de los días y las horas. En esta discreción en el revelarse, en el mostrarse, también encontramos el sentido de nuestras propias revelaciones (de lo que somos) también limitadas. Es un Dios que se autolimita en lo infinito del amor, en los márgenes de la vida, en los espacios en los que parece que las ausencias son lo único que puede existir.
Es tiempo de Aviento, de Todomisericordioso accesible, de esperanza encarnada, de limitación amorosa, de gozo pregustado «del lat. praegustāre. tr. Hacer la salva de reyes y grandes señores» (RAE). Al gran Señor que viene como un niño acostado en un pesebre.
Feliz Adviento