ACERCÁNDONOS A CRISTO (PROPUESTA DE RETIRO)

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Estas reflexiones no nacieron como material para días de retiro, sino como aproximación desde la fe al misterio de la Iglesia y a lo que cada hombre, cada mujer creyente, somos en la Iglesia y estamos llamados a hacer en ella.

Sabía a qué misterio deseaba asomarme: al de la Iglesia. Pero no sabía cómo hacerlo.

Y llegó en mi ayuda la carta primera de Pedro:

“Habéis saboreado lo bueno que es el Señor. Al acercaros a Él, piedra viva desechada por los hombres, pero elegida y digna de honor a los ojos de Dios, también vosotros, como piedras vivas, vais entrando en la construcción del templo espiritual, formando un sacerdocio santo, destinado a ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Cristo Jesús” (1Pe 2,3-5).

Ahí estaba insinuado el camino que andaba buscado: nos acercaremos al Señor, piedra viva desechada por los hombres, la única que a los ojos de Dios es piedra elegida y digna de honor.

Al acercarnos a Cristo, también nosotros iremos entrando, como piedras vivas, en la construcción  espiritual de la que Cristo es la piedra angular.

La carta apostólica dejaba así estructurada la reflexión que haremos a lo largo del año:

Acercándonos a Cristo.

Como piedras vivas.

Acercándonos a Cristo

Si intentásemos representar un mundo de bondad o un mundo de belleza, solo podríamos imaginarlo como un mundo de amor.

La gracia de la fe te lo ha hecho saber: Todo en la vida es amor; en todo somos amados; en todo podemos amar…

Y esa misma gracia te deja la certeza de que todos nacemos para el amor, todos tenemos como destino en la vida el amor.

La del amor es también la experiencia fundamental de la fe cristiana: Dios es amor, amor revelado en un Hijo entregado para comunicarnos su Espíritu.

Conocer ese amor, a su tiempo –puede que de algún modo ya lo sea ahora– será el cielo.

Vivir en ese amor, es hacer presente en el mundo una humanidad parecida a la del cielo: es hacer presente en el mundo el Reino de Dios.

Somos todavía millones de mujeres y hombres que se declaran cristianos. De ellos, un porcentaje ciertamente significativo somos religiosas y religiosos.

Cada uno de nosotros tiene su manera de vivir la propia fe: eso ha sido y será siempre así.

Y solo cada uno puede adentrarse en el misterio de su ser cristiano.

Pero también es verdad que ese modo de ser, aunque único y personal, es siempre deudor de condicionamientos comunes:

ideológicos, culturales, sociales, como lo es de rutinas, de hábitos, de tradiciones…

Eso hace no solo posible sino también normal, que sean muchos los que, sin vislumbrar siquiera vestigio de contradicción, se declaren cristianos y no practicantes; que sean muchos los que identifican ser practicante y ser cristiano; que sean muchos los que identifican fe cristiana con ideología religiosa; que sean muchos los que identifican fe que libera y ley que esclaviza; que sean muchos los que, teniendo fe, no llegan a ser desde la fe, no llegan a vivir de fe.

Temo que sean muchos los cristianos que no ven en el amor su vocación personal y eclesial.

Ese modo de ser creyente merece respeto y representa un punto de partida válido para cualquier proceso de crecimiento en la fe.

Pero lo que está llamado a ser “punto de partida”, corremos siempre el riesgo de dejarlo quedar en punto de llegada. Si eso hiciésemos, sería lo mismo que renunciar a vivir la fe.

Todos estamos llamados a vivir una relación de amor con Dios, a vivir en el amor que es Dios: ¡Todos!

Para todos es esta anunciación: ¡Para Todos!

Todo empezará con la humildad de un «sí»: ¡Todo!

A esa relación de amor estarán dedicadas las palabras que aquí puedas encontrar:

No están escritas para que sepamos más de Dios sino para que gustemos de su presencia. No buscan la ciencia sino el abrazo. No están escritas para informar sino para llamar. Éstas son palabras que salen buscando el amor de un «sí».

La razón por la que me atrevo a escribir de Dios y de su amor –éstas son cartas de amor– es porque se nos ha hecho apremiante conocerlo, experimentarlo, recordarlo, celebrarlo, agradecerlo, imitarlo…

Entre todos hemos desfigurado el rostro de Dios; lo hemos desfigurado tanto que, sin reproche ni pena, unos y otros lo hemos ido abandonando en la trastera de lo inútil, puede incluso que lo hayamos arrojado lejos de nosotros como se aparta lo que nos atemoriza, lo que nos repugna, lo que nos perjudica.

Los creyentes lo constatan asombrados: cada día son más los hombres y mujeres que apartan de sus vidas a Dios.

Pero hay algo que es tal vez más preocupante que eso, y es que quienes todavía nos preciamos de creer en Dios, no nos hacemos siquiera una pregunta sobre la verdad –la autenticidad– de lo que creemos.

Tenemos una fe que parece ajena a la vida, con lo cual, se queda necesariamente en fe sin amor.

Una fe sin amor, se queda en fe sin hermanos.

Una fe sin hermanos, se queda en fe sin Reino de Dios.

Una fe sin Reino de Dios, se queda en fe sin Evangelio.

Una fe sin Evangelio, se queda en fe sin Jesús de Nazaret.

Los creyentes en Cristo andamos heridos de ausencias atroces, como si nos sobrasen fardos y nos faltase el Señor.

Por su parte, la humanidad parece haberse ausentado de sí misma.

Nos duele la desolación en que la fe perdida va dejando a los hombres nuestros hermanos; todo nuestro ser se vuelve al dueño de la mies para que envíe operarios a su mies, pues vemos que el sinsentido almacena en una triste oscuridad lo que nació para ser recogido con alegría en los graneros de Dios.

Pero en vano habríamos visto, en vano habríamos sufrido, en vano habríamos hablado, en vano nos habríamos agitado si cada uno de nosotros hubiese renunciado a convertirse a Cristo, si el corazón se cerrase a la llamada de la gracia a renovarnos, a transformarnos en Cristo.

Las que vais a encontrar en estos pliegos son palabras para llamar a ser de Cristo Jesús, a que nos dejemos iluminar por Cristo Jesús, a que sigamos a Cristo Jesús, a que, como Cristo Jesús, nos apasionemos por el Reino de Dios.

Un fuego se enciende con otro.

El del amor a Cristo se encenderá en torno a nosotros si lo llevamos encendido dentro de nosotros: ¡Solo si lo llevamos encendido dentro de nosotros!

Del Testamento de Jesús de Nazaret: “Padre santo, no solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean, uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,20-21).

Volver a Cristo Jesús

Son tiempos recios.

El enemigo nos engaña y nos paraliza con el señuelo de lo evidente: nuestra debilidad –hablo de las comunidades eclesiales, hablo de las instituciones de mujeres y hombres consagrados por la profesión de los consejos evangélicos–.

El engaño no está en la debilidad constatada, sino en las consecuencias que sacamos de esa constatación, en esa certeza interiorizada y paralizante de que nada se puede hacer. Engaño que resulta tanto más penoso cuanto más contrario es a la verdad de nuestra fe: que el poder de Dios se manifiesta en nuestra debilidad.

Ninguno de nosotros tiene de qué presumir.  Nuestras limitaciones están a la vista de todos. En nuestras comunidades –lo mismo en las eclesiales que en las de especial consagración–, lo evidente son los años y los achaques, las deserciones, la rutina, la insignificancia.

Pero lo más demoledor no es el deterioro de las personas y de las instituciones sino la debilidad de nuestra fe, la inconsistencia de nuestra esperanza, la acomodación resignada en lo que tenemos, el apego a nuestro pequeño mundo de intereses personales, la inconsistencia del amor…

Posiblemente, cada uno de nosotros sabrá nombrar otras limitaciones, más suyas, más íntimas, más dolorosas, más paralizantes.

Y posiblemente también, esas limitaciones, que pudieran y debieran ser punto de partida para ponernos en camino de la mano de nuestro señor Jesucristo, no pasen de ser las razones con las que el enemigo nos engaña para dejarnos paralizados.

¿Quién o qué nos impide entregar hoy nuestras vidas al Señor?  ¿Quién o qué nos impide confiarle a Él el peso que solos no podemos llevar? ¿Quién o qué nos impide hoy comprometernos, y hacerlo apasionadamente, en el advenimiento del Reino de Dios? ¿Quién o qué nos impide ser santos?

No nos lo dijeron otros de Él; fue Él quien nos lo dijo: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”.

No nos lo dijeron otros de Él; fue Él quien nos lo dijo: “No vine a llamar a los justos sino a los pecadores”.

Eso quiere decir que:

La medicina para nuestras heridas se llama Jesús.

La gracia que nos ha de hermosear a los ojos de Dios se llama Jesús.

La esperanza que ha de alegrar nuestro corazón se llama Jesús.

El Reino de Dios se llama Jesús.

¡Nuestra vida se llama Jesús!

Nuestras debilidades claman pidiendo que la fe nos acerque a Jesús.

Este anhelo de acercamiento a Cristo Jesús, este deseo de encontrarlo, de escucharlo, de seguirlo, de amarlo y de hacer presente con Jesús el Reino de Dios, me parece condición indispensable para que nos movamos con determinación en esta etapa apasionante de nuestra vida personal y eclesial.

Nada podremos hacer por la humanidad que se ausenta de Dios, nada por la Iglesia que amamos, si no recuperamos esa opción fundamental por ser de Jesús, por tener en nosotros los sentimientos de Cristo Jesús, por ser santos.

¡No hay debilidad que impida la santidad!

Confío a la misericordia del Señor el camino que nos disponemos a comenzar:

Camino de vuelta al Camino.

Camino de vuelta a Jesús, para hacer presente el Reino de Dios.

Amar a Cristo en la Iglesia

Hemos hablado de Jesús, de amor, de santidad.

Se trata de “irradiar a Cristo”, de buscar “la gloria de Dios”, de caminar hacia “la perfección sobrenatural”.

Se trata siempre del que  nos amó, del que nos eligió, del que se entregó por nosotros, del que nos espera, del que tiene para cada uno de nosotros una asombrosa propuesta de amor:

La de ser amados por Él con cuanto amor podamos recibir.

La de amarle a Él con cuanto amor podamos dar.

En ese amar-amor que se recibe y se da- está la belleza y el bien.

En ese amar está toda gracia y toda felicidad.

En ese amar estará mañana nuestro cielo.

Pero si hablamos de amor a Cristo Jesús, hablamos de un misterio cuya hondura habremos de sondear día a día a la luz de la fe.

Esa luz nos guiará a buscar a Cristo allí donde Él está y nos alertará para que lo amemos donde Él nos sale al encuentro:

En la palabra de Dios que escuchamos.

En el sacramento de la Eucaristía que recibimos.

En cada uno de los sacramentos de su gracia.

En los pobres, en cada ser humano, en la Iglesia de la que somos parte….

¡Amar a Cristo en su cuerpo que es la Iglesia!

De ella quiero hablaros: de la Iglesia; del cuerpo de Cristo que es la Iglesia.

Y no para ofrecer un tratado de eclesiología, sino para asumir un compromiso de amor a la Iglesia, de servicio a la Iglesia: un compromiso a favor de la Iglesia, por la Iglesia.

¡Una preposición y un nombre!

La preposición “por” encierra idea de entrega afectuosa, de dedicación a lo designado con el nombre a que se refiere: a la Iglesia.

Unidos preposición y  nombre: “por la Iglesia”, son memoria permanente de que nuestra vida está en la Iglesia, siendo Iglesia amada de Cristo, e imitando el amor de Cristo a su Iglesia: vidas entregadas, como la de Jesús de Nazaret, al bien de la Iglesia, a la belleza de la Iglesia, a la santidad de la Iglesia, por amor a la Iglesia.

“Cristo amó a su Iglesia. Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para presentársela gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada” (Ef  5,25-27).

No puedo hacer memoria de la Iglesia sin hacer memoria de Cristo Jesús que la amó y se entregó por ella.

Icono real, sacramento de esa Iglesia santa e inmaculada, es la Iglesia que, en la vida de sus hijos y a la vista de todos, recorre su camino en el mundo: Iglesia frágil, débil, desfigurada, pecadora.  Iglesia que la gracia de Dios hace fuerte en sus mártires, ejemplar en sus santos, heroica en la caridad de sus hijos. Iglesia manchada, enfangada, sucia por nuestros pecados; Iglesia dividida, herida, maltratada por nuestras soberbias, nuestros egoísmos, nuestra frivolidad; Iglesia prostituida con el poder, con la riqueza, con el mundo.

Esa Iglesia no deja de ser, por pecadora, Iglesia amada, y está llamada a ser, por el amor, Iglesia santa.

El amor que Dios le tiene es amor eternamente fiel.

La entrega de Cristo por ella continúa siempre, continúa donde Cristo está: en el cielo y en la tierra, en el cielo y en los fieles, en el cielo y en nosotros.

Podemos soñar que, precisamente ahora y en todas partes, toma cuerpo un gran movimiento de amor a la Iglesia, de solidaridad con la Iglesia, un mundo de samaritanos que, amorosamente, se llegan a ella para vendar sus heridas, un mundo de cireneos que la ayudan a llevar su cruz, un mundo de víctimas inocentes –un mundo de hijos obedientes– que se hacen cargo de los pecados de todos.

Podemos soñar un gran movimiento de hombres y mujeres comprometidos con la santidad de la Iglesia, entregados a la tarea de hacerla bella en la propia vida, humildes enamorados de Jesús, que cada día se dejan hermosear por Él, por la comunión con Él en su palabra, por la comunión con Él en su Eucaristía, por la comunión con Él en sus pobres.

Robándole las palabras a la primera Carta de Pedro, ese movimiento espiritual podría llamarse «Piedras Vivas».

En Él cabrían todas las personas que amen a la Iglesia y que quieran asumir un compromiso de servirla.

Eso significa que, dentro de «Piedras Vivas», el compromiso de servicio a la Iglesia sería igual para todos, y solo habría modos diversos de expresarlo en la vida de cada creyente que lo hubiere asumido.

Que nuestros sueños no se aparten en nada de los sueños de Dios.