ACEPTANDO COOKIES

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Quien quiera conectarse a una página de Internet, tiene que superar una etapa previa en la que se le pedirá que tome una decisión que podría formularse así:“¿Estás dispuesto a aceptar mis cookies?”. Lo mismo que el ángel a la puerta del paraíso, ellas custodian el jardín de la página y no tenemos escape: o les damos un sí hasta que el cierre de la sesión nos separe, o nos quedamos fuera.

La primera vez que oí hablar de cookies creí que se trataba de una clase de galletas y tardé en enterarme de que son ficheros de datos a través de los cuales el servidor (ojo a la palabra, que tampoco es lo que parece…) se entera de quién eres y qué haces, y aprovecha para colarte la publicidad sin que puedas protestar porque has sido tú quien libremente lo has aceptado. “Tiene delito”, como dicen los andaluces, que precisamente en estos tiempos líquidos en los que se huye de compromisos y vinculaciones, estemos constantemente obligados a tomar decisiones y aceptar sus consecuencias.

El asunto nos enfrenta con preguntas inevitables: ¿cómo nos situamos ante las decisiones, pequeñas, me-dianas o grandes que inevitablemente nos vemos obligados a tomar? ¿Cuál es nuestra “temperatura vital” (fría, tibia, ardiente…) frente a ese estado de opinión vigente de que todo es cuestionable, reversible y adaptable? ¿Qué postura tendemos a adoptar ante decisiones graves y situaciones que requieren opciones radicales? De entre los elementos que constituyen nuestra vida ¿cuáles consideramos “no negociables”, incuestionables y que “no están en juego”?

Para nuestros antepasados, los Padres del desierto, seguir a Cristo era sinónimo de tomar la resolución decidida de resistir a todo aquello que les apartara de ese único fin. “Solo el que ha visto la liebre –decía uno de ellos– la sigue hasta que la coge, no permitiendo que los que se vuelven le aparten de su carrera, y sin preocuparse por los barrancos, las rocas y la maleza. Así sucede al que busca a Cristo: consagrándose siempre a la cruz no se preocupa por los escándalos que se producen hasta que alcanza al Crucificado. Los discípulos que se acercaban a ellos tenían que aprender a dejar caer con decisión todo lo que no fuera la persona de Cristo para que Él solo fuera fuente y centro de su vida”1.

Un cuento de aquel tiempo de inicios nos acerca de otro modo al tema: Un joven discípulo fue a visitar a un anciano para pedirle consejo, deseaba ardientemente a Dios y quería hacerle preguntas sobre cómo orientar su búsqueda. El anciano permaneció en silencio sin contestarle nada y el joven novicio insistió hablándole del fervor de sus deseos y de su determinación de seguirlos. Pasó un día y una noche pero el anciano seguía callado y el discípulo se impacientaba. Finalmente, vio que el maestro se levantaba y le indicaba por signos que le siguiera hasta la orilla de un río. Al llegar allí, le empujó por sorpresa y el novicio cayó al agua y, aunque intentaba salir, el anciano le sujetaba con fuerza impidiendo subir a la superficie. Desesperado, el joven manoteó, pataleó, gritó inútilmente bajo el agua y solo cuando pensó que se ahogaba, el anciano le soltó y le permitió salir del agua. Luego le preguntó con rostro tranquilo: –“Cuando estabas bajo el agua, ¿qué era lo que más deseabas? –¡Respirar!, dijo él–. Pues cuando desees a Dios con la misma urgencia que sentías para respirar, vuelve y hablaremos”.

No es mal momento el verano para “meternos en el río” y preguntarnos por nuestras aceptaciones, decisiones y deseos, si son tibios y desvaídos o intensos y apremiantes.

 

1 D. Burton-Christie, La palabra en el desierto, Madrid 2013, p. 231.