A-dulterio/A-cogida

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Jesús escribiendo (quizás dibujando) mientras una multitud ruge y clama justicia divina. Ruido y violencia entorno a dos seres que no entran en el juego: la mujer llena de miedo y Jesús lleno de ternura y misericordia. 

Ella pensando que el precio es demasiado alto y que su vida había valido la pena de todas maneras. 

Él pensando que el corazón del ser humano es demasiado duro y que no cree en las posibilidades de hacer, una y otra vez, las cosas nuevas. 

Ella sola: ni marido, ni amante, ni una brizna de compasión. Solo piedras asesinas en el nombre de Dios y de un empeño en construir un mundo de varones que castiga a las más frágiles. Siempre, también hoy. 

Él solo: ni discípulos, ni multitudes que escuchan esperanzadas al lado del lago. Solo con el Padre que se pone en camino para abrazar y llenar de besos a esta hija que también quiere volver a casa cansada y hecha añicos. 

Y también solos la multitud asesina que quiere tapar su propio pecado (empezando por los más viejos) con una lapidación que es mentirosa y disfraza el asesinato del pobre con ridículas justificaciones puritanas. 
Todo el resto es hermoso y ya lo conocéis. El mundo cambia a fuerza de fragilidad respetada de una caña cascada que no se rompe y de una mecha vacilante que no se apaga. Y el vino y el aceite de Jesús que cura las heridas y que hace todas las nuevas: «Yo tampoco te condeno. Anda y no peques más». 

Y la mujer, quizás, se sintió por primera vez amada. 

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