Pedro pone en sus labios lo que todos nosotros le diríamos a Jesús con la boca pequeña: «A dónde vamos a ir Señor? Solo tú tienes palabras de vida eterna»
Una de esas afirmaciones de corazón pleno que Pedro es capaz de articular desde el hondón del alma. Él sabe que las cosas se van complicando, que las palabras del Maestro comienzan a escandalizar a muchos: qué es eso de comer su carne y beber su sangre; qué es eso de que solo los que son llamados por el Padre pueden reconocerlo como Hijo de Dios? No es ya una cuestión de empeñarse en el seguimiento? No se trata de luchar con todas las fuerzas para poder ir tras las huellas del hijo del hombre? Cómo va a darnos como comida su cuerpo extenuado por el amor y su sangre que brota por las heridas que sanan gratuitamente?
Todo se comienza a complicar bastante, se van quedando muy pocos, el fracaso se va dibujando cada vez con más claridad.
Ya no se trata de ofrecer sacrificios a un Dios encerrado en un Templo. Ya no se puede comprar a Dios con actos de compraventa. Ya no tiene sentido empeñarse en una búsqueda a ciegas e incierta, es Dios mismo quien se regala en un poco de pan y en una copa de vino.
Muchas seguridades antiguas caen, muchos prescinden de la gratuidad del amor que solo asegura la gratuidad de entregarse uno mismo cada día.
A muchos ya no les compensa seguir, seguirlo. Para qué?
Y solo Pedro, ese Pedro tozudo y presuntuoso, negador y enamorado, de noche de gallo y de noche de sepulcro vacío… Solo ese Pedro sabe ir hasta el fondo y encontrar la pérdida inmensa de un camino sin Dios, la desorientación en un mundo de palabras vacías que solo engendran mas vacío. Y desde ahí le brota la confesión que también quiere ser nuestra, como la de Tomás, como la del centurión, como la de tantos otros: solo tú tienes palabras de vida eterna. Que así sea