Quisiera comenzar este retiro con un recuerdo entrañable de mi madre. Ella siempre ha estado a mi lado, con su presencia amorosa y callada, mientras yo preparaba las meditaciones de estos retiros. Su ayuda no tenía precio. A ella, que ya ha pasado a la Gloria, quiero dedicar este retiro; a ella, que sentada a mi lado, me contemplaba mientras escribía al ordenador; a ella que, con su mirada me hablaba de una vida profunda, de una comunión íntima, de un amor fiel e incondicional; a ella, que con su mirada me hablaba de una vida de fe, confiando siempre en el Señor, en su Palabra; a ella a quien se le transfiguraba la mirada y el rostro mientras recibía al Señor Eucaristía.
¡Qué mirada, la tuya mamá! Tú me has enseñado a mirar contigo más allá de las apariencias, más allá de nuestras limitaciones, más allá de nuestros silencios, más allá de nuestras oscuridades. Tú, mamá, me has concedido una mirada eucarística. Me has regalado la presencia del Señor a través de tu bello y débil cuerpo. Sé que estás conmigo mirándome, ahora desde la plenitud de la vida. ¡Gracias!
Introducción
Para la fe, Cristo no es sólo aquel en quien creemos, la manifestación máxima del amor de Dios, sino también aquel con quien nos unimos para poder creer1.
Con estas palabras, el papa Francisco, nos invita, en la Carta Encíclica Lumen Fidei, no sólo a creer en Cristo, sino a unirnos a Él para poder creer.
¿Quién no ha tenido a lo largo de su vida alguna experiencia fuerte, dolorosa en la que se ha sentido más unido a Jesús y ha crecido con Él en la fe?
La fe no sólo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver2.
Y esto es lo que me llamó la atención en una primera lectura de esta encíclica: la de referencias que hace a la mirada. A mirar desde Jesús. A mirar como Jesús. A mirar desde los ojos de los que sufren. Es una invitación a iluminar nuestra mirada, a veces muy apagada por la mediocridad de nuestra vida: otras muy opaca por la falta de esperanza en nuestra capacidad de llevar adelante la misión que Cristo nos confía.
Los ojos, decimos, que son el espejo del alma. El cuerpo es el lugar donde queda registrada la dimensión indeleble de todo acto humano.
En nuestro cuerpo tiene una importancia muy especial “el rostro”: a través de él y de su mirada nos mostramos y somos percibidos y encontrados. El rostro, la mirada, le dan a nuestro cuerpo su belleza verdadera, tan distinta de la belleza postiza de los cosméticos, de las joyas y vestimentas. Es la belleza de un rostro lo que nos lleva hacia la trascendencia, la santidad. Quien se unifica y se dilata encuentra, sin buscarlo, su verdadero rostro, porque la belleza del cuerpo, del rostro, es –como dice E. Lévinas- “epifanía de la persona”3. El verdadero rostro sube del corazón cuando éste se enciende.
Podríamos hacer, en este retiro, el ejercicio de mirarnos unos a otros, en nuestras comunidades, al hermano, a la hermana que tenemos a nuestro lado, enfrente. ¿Qué expresa su mirada? ¿Tiene brillo en la mirada? ¿El brillo de quien, cada día, camina a la luz del Señor, a la luz de su Palabra?
Mirar también a los que Jesús nos ha encomendado en la misión. ¿Qué reflejan sus rostros, su mirada? ¿Qué esperan de nosotros? ¿Qué ven en nosotros, sus seguidores?
Vamos a iniciar nuestra meditación pidiendo al Señor que nos conceda su mirada de amor y de compasión, de perdón y de reconciliación. Nos conceda una mirada acogedora y generosa; una mirada fraterna y universal y que filtre en nuestras secas pupilas dos gotas frescas de fe4.
Para ello os ofrezco unos breves textos de la Lumen Fidei, para orar con ellos y adentrarnos en la mirada profunda de Jesús.
Mirar desde Jesús. Mirar como Jesús
Para la fe, Cristo no es sólo aquel en quien creemos, la manifestación máxima del amor de Dios, sino también aquel con quien nos unimos para poder creer. La fe no sólo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver. En muchos ámbitos de la vida confiamos en otras personas que conocen las cosas mejor que nosotros. Tenemos confianza en el arquitecto que nos construye la casa, en el farmacéutico que nos da la medicina para curarnos, en el abogado que nos defiende en el tribunal. Tenemos necesidad también de alguien que sea fiable y experto en las cosas de Dios. Jesús, su Hijo, se presenta como aquel que nos explica a Dios (cf. Jn 1,18) (Lumen fidei, n.18).
La mirada de Dios no es como la nuestra. Nosotros caemos muchas veces en la tentación de fijarnos en la paja del ojo de nuestros hermanos y de nuestras hermanas de comunidad y se nos escapa el don que el Señor nos ofrece en la fraternidad; nos fijamos más en los “contras” que en los “pros” en los procesos de reestructuración de nuestras congregaciones y nos olvidamos de la gran oportunidad que nos está regalando el Espíritu para incendiar el mundo con el fuego de su amor. Nos fijamos más en los aspectos negativos de nuestra sociedad, de nuestro mundo y nos cuesta reconocer las semillas de reino que hay en nuestra humanidad. Y necesitamos purificar nuestra mirada, necesitamos que el Señor nos bañe los ojos con el colirio de su Espíritu para mirar desde Jesús y como Jesús, con ojos nuevos, la realidad que nos toca vivir.
La mirada no es algo neutral y objetivo, sino que hay factores que la limitan: el lugar desde dónde se mira condiciona lo que se ve. La mirada está marcada también por las ideas que se tengan acerca de la realidad.
La mirada de Jesús es reflejo de la mirada del Abbá, pues Él se fija sobre todo en las personas concretas, pero con particular atención a los más pobres y necesitados, a los que eran invisibles para la sociedad de su tiempo: los enfermos, las viudas, los niños, el extranjero…
Jesús, nos invita en el evangelio a hacer un ejercicio especial de la vista:
– La viuda de Naín (Lc 7,13), que sufre porque sus ojos ya no van a ver a su hijo, pero, que además, ya será vista de otra manera, entre su propia gente.
– Los leprosos (Lc 17,14), ante quienes a cualquiera se le cierran los ojos de inmediato, le repele su presencia por lo repugnantes que resultan a la vista. Es mejor apartarlos, porque no tienen ni rostro humano.
– Los enfermos (paralíticos, ciegos…), en quienes los demás sólo son capaces de ver las consecuencias del castigo por lo que han hecho.
– El buen samaritano (Lc 10, 25-37). Donde se manifiesta “la religiosidad” de los que no tienen ojos para los otros. Sólo un extranjero, un samaritano se aproxima, se hace prójimo y lo cura y cuida5.
La mirada de Jesús llega a lo profundo y transforma nuestro corazón y nuestra mirada, y nos lleva, más allá de nuestros prejuicios, a un mundo nuevo de posibilidades inéditas, descubre y revela lo mejor de cada uno de nosotros y de nosotras.
Jesús nos insiste: quien no esté alerta, quien no abra bien los ojos, quien no afine la vista le quedará oculto el misterio divino. En el descubrir, en el “ver” a las personas a las que solemos excluir de nuestro campo visual cotidiano y que por tanto las más de las veces permanecen invisibles, empieza el vislumbre, la visibilidad de Dios entre nosotros… Es ahí donde encontraremos su huella.
Desde la mirada del que sufre
La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar. Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña, con una historia de bien que se une a toda historia de sufrimiento para abrir en ella un resquicio de luz. En Cristo, Dios mismo ha querido compartir con nosotros este camino y ofrecernos su mirada para darnos luz. Cristo es aquel que, habiendo soportado el dolor, «inició y completa nuestra fe» (Hb 12, 2) (Lumen Fidei, n. 57).
Como dice Metz, Dios sólo puede hablar de “mi” Dios si se mira a los demás a los ojos (a los extraños, a todos los otros), sabiendo que Dios solo puede ser “mi” Dios si también le puedo rezar como al Dios de los demás, de todos los demás que huyen de la guerra, de los que se hunden en las inundaciones, de los que sufren los ataques químicos…
La mística cristiana es una mística de ojos dolorosamente abiertos6. Tenemos que aguzar la vista para ser capaces de contemplar la Pasión de Cristo entrelazada con la historia de la pasión de los hombres.
La mística cristiana quiere ser entendida como una mística del sentir dolor de Dios. “Bienaventurados los que lloran…” Llorar significa echar algo de menos. ¿Echar de menos a Dios? ¡Sí! –nos sigue diciendo el teólogo alemán–. Es un echar de menos que se mueve entre la tristeza y la confianza. La tristeza, llorar, no es un desfallecimiento de la esperanza cristiana. Es esperanza en la resistencia, ante el sufrimiento.
La fe: ver, escuchar, tocar
Solamente así, mediante la encarnación, compartiendo nuestra humanidad, el conocimiento propio del amor podía llegar a plenitud. En efecto, la luz del amor se enciende cuando somos tocados en el corazón, acogiendo la presencia interior del amado, que nos permite reconocer su misterio. Entendemos entonces por qué, para san Juan, junto al ver y escuchar, la fe es también un tocar, como afirma en su primera Carta: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos […] y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida» (1 Jn 1,1).
Con su encarnación, con su venida entre nosotros, Jesús nos ha tocado y, a través de los sacramentos, también hoy nos toca; de este modo, transformando nuestro corazón, nos ha permitido y nos sigue permitiendo reconocerlo y confesarlo como Hijo de Dios. Con la fe, nosotros podemos tocarlo, y recibir la fuerza de su gracia. San Agustín, comentando el pasaje de la hemorroísa que toca a Jesús para curarse (cf. Lc 8, 45-46), afirma: «Tocar con el corazón, esto es creer». También la multitud se agolpa en torno a él, pero no lo roza con el toque personal de la fe, que reconoce su misterio, el misterio del Hijo que manifiesta al Padre. Cuando estamos configurados con Jesús, recibimos ojos adecuados para verlo (Lumen Fidei, n. 31).
Tocar con el corazón, esto es creer. La Palabra de Dios se hace carne y nos toca en toda nuestra realidad humana. Contempla a Jesús, en su modo de vivir, de relacionarse con los demás, con el Padre. Cristo es Aquél a quien nos unimos para poder creer. La fe es creer en Cristo, participar en su modo de ver. Contempla a Jesús desde las bienaventuranzas. Jesús cuando ve el gentío, no ve una masa de gente, ve un rebaño de ovejas sin pastor, desorientados, huérfanos en su interior. Jesús, los ve y tiene compasión de ellos. Les enseña las bienaventuranzas, que son una lectura de lo que es su vida. Es su forma de ser feliz desde Dios, para Dios y a favor de los hombres. A nosotros, seguidores de Jesús, nos toca afrontar esta visión de fe y como Jesús, ser felices desde Dios, para Dios y a favor de los hombres.
Una luz por descubrir. Haznos en la fe luminosos
Por tanto, es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Porque una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos; ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en definitiva, de Dios. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro. La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo. Por una parte, procede del pasado; es la luz de una memoria fundante, la memoria de la vida de Jesús, donde su amor se ha manifestado totalmente fiable, capaz de vencer a la muerte. Pero, al mismo tiempo, como Jesús ha resucitado y nos atrae más allá de la muerte, la fe es luz que viene del futuro, que nos desvela vastos horizontes, y nos lleva más allá de nuestro «yo» aislado, hacia la más amplia comunión. Nos damos cuenta, por tanto, de que la fe no habita en la oscuridad, sino que es luz en nuestras tinieblas (Lumen Fidei, n. 4).
La fe, fuerza que conforta en el sufrimiento
El cristiano sabe que siempre habrá sufrimiento, pero que le puede dar sentido, puede convertirlo en acto de amor, de entrega confiada en las manos de Dios, que no nos abandona y, de este modo, puede constituir una etapa de crecimiento en la fe y en el amor. Viendo la unión de Cristo con el Padre, incluso en el momento de mayor sufrimiento en la cruz (cf. Mc 15, 34), el cristiano aprende a participar en la misma mirada de Cristo. Incluso la muerte queda iluminada y puede ser vivida como la última llamada de la fe, el último «Sal de tu tierra», el último «Ven», pronunciado por el Padre, en cuyas manos nos ponemos con la confianza de que nos sostendrá incluso en el paso definitivo (Lumen Fidei, n. 56).
A la luz del Resucitado
Cristo ha bajado a la tierra y ha resucitado de entre los muertos; con su encarnación y resurrección, el Hijo de Dios ha abrazado todo el camino del hombre y habita en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo. La fe sabe que Dios se ha hecho muy cercano a nosotros, que Cristo se nos ha dado como un gran don que nos transforma interiormente, que habita en nosotros, y así nos da la luz que ilumina el origen y el final de la vida, el arco completo del camino humano. (Lumen Fidei, n. 20).
Para orar
Ambientación:
«Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones» (Ef 3,17). En la fe, el «yo» del creyente se ensancha para ser habitado por Otro, para vivir en Otro, y así su vida se hace más grande en el Amor. En esto consiste la acción propia del Espíritu Santo. El cristiano puede tener los ojos de Jesús, sus sentimientos, su condición filial, porque se le hace partícipe de su Amor, que es el Espíritu. Y en este Amor se recibe en cierto modo la visión propia de Jesús. Sin esta conformación en el Amor, sin la presencia del Espíritu que lo infunde en nuestros corazones (cf. Rm 5, 5), es imposible confesar a Jesús como Señor (cf. 1 Co 12, 3) (Lumen Fidei, n. 21).
Que tu Espíritu nos conforme en el Amor, Señor, para ser tu presencia viva entre nuestros hermanos.
Gesto
Tomamos luz del cirio como gesto de querer ser iluminados por Jesús y tener su misma mirada.
Canto
Dame, Señor tu mirada.
Dame, Señor tu mirada y pueda yo ver desde allí, el día que empieza, el sol que calienta y que cubre los montes de luz.
Dame, Señor tu mirada y pueda gozar desde allí, que el día declina y anuncia las noches de luna, cuando llega abril.
Dame, Señor tu mirada, grábala en mi corazón donde tu amor es amante, tu paso constante, tu gesto creador.
Dame, Señor tu mirada y entrañas de compasión.
Dale firmeza a mis pasos, habita mi espacio y sé mi canción.
Dame, Señor tu mirada y entrañas de compasión.
Haz de mis manos, ternura y mi vientre madura, ¡aquí estoy, Señor!
Dame, Señor tu mirada, grábala en mi corazón donde tu amor es amante, tu paso constante, tu gesto creador.
Ponme Señor, la mirada, junto al otro corazón de manos atadas, de oculta mirada que guarda y calla el dolor.
Siembra, Señor, tu mirada y brote una nueva canción de manos abiertas, de voz descubierta, sin límite en nuestro interior.
Dame, Señor tu mirada, grábala en mi corazón donde tu amor es amante, tu paso constante, tu gesto creador.
Cecilia Rivero Borrel,
CD Espacio Habitado
Lecturas: (para hacer eco de la Palabra, cada hermano, hermana, puede escoger la cita que desee, leerla, dejar un breve silencio, compartir o hacer peticiones e intercalar el canto siguiente).
Las miradas de Jesús
Mc 14, 19: “Levantó los ojos al cielo para dar gracias, bendecir a Dios…”.
Mc 7, 34: “Levantó los ojos al cielo… Dijo: “Effatá…”.
Lc 6, 20: “Alza los ojos hacia sus discípulos y predica las bienaventuranzas”.
Lc 22, 61: “Jesús mira a Pedro que lo ha negado” (cfr. Mc 8, 33).
Mc 10, 33: “Mira a sus discípulos y advierte que es difícil, por el dinero…”.
Mt 9, 22: “Mira a la hemorroísa que lo ha tocado y le habla: “¡ánimo!”.
Mc 3, 5: “Mira con ira, apenado por la dureza del corazón de los que lo acechan para ver si viola el sábado curando a un hombre”.
Mc 10, 21: “Lo miró (al joven) y sintió afecto por él…”.
Lc 19, 5: “Alzando la vista (hacia Zaqueo) le dijo…”.
Mt 19, 26: “Mirándolos fijamente les dijo…”.
Mc 3, 34: “Mirando en torno dice: Estos son mi madres y mis hermanos…”.
Jn 1, 42: “Jesús, fijando en él su mirada (en Simón, al que llama Pedro)”.
Jn 19, 26: “Jesús, viendo a su madre (junto a la cruz…)”.
Mc 6, 34: “Al desembarcar, vio mucha gente y sintió compasión”.
Mt 4, 18;21: “Vio a dos hermanos… (Juan y Santiago…)”.
Mc 2, 14: “Vio a Levi”.
Canto
Caminaremos a la luz de tu rostro
caminaremos a la luz de tu rostro,
será tu nombre nuestro gozo.
Ignacio Yepes,
CD, Misa de la Luz
interpretado por el Coro San Jorge
Oración Final: (todos juntos)
Jesús, hermano y maestro:
Haz que nuestros ojos sean claros y sencillos.
Que nuestra mirada refleje tu mirada.
Que nuestra mirada transmita alegría,
paz, confianza, libertad, como María.
Que miremos la vida con asombro
y descubramos belleza.
Que miremos delicadamente el misterio de cada ser humano.
Que nos dejemos afectar por su mirada de dolor, de búsqueda.
Que mires Tú, Señor, con nuestros ojos a nuestros hermanos.
Míranos Señor en silencio, haz que tu mirada recorra toda nuestra vida.
Volvamos a la vida con la sonrisa de Dios en nuestros ojos. Amén.
1 Papa Francisco, Lumen fidei, n.18
2 Papa Francisco, Lumen fidei, n.18
3 E. Levinas, Totalidad e infinito, Sígueme, Salamanca 2012, pag. 215 ss
4 Himno de Laudes, martes II.
5 Marta Zubía, Cinco mujeres oran con los sentidos. Orar con la vista (cap. 3), DDB. Bilbao, 1997.
6 Johann Baptist Metz, Por una mística de ojos abiertos. Cuando irrumpe la espiritualidad, Herder 2013.