Bajo el sol de Galilea:
Así dice el profeta: “Buscad al Señor los humildes… quizás podáis ocultaros el día de la ira del Señor”. No es contradicción, es paradoja: Si quieres ocultarte del Señor en el día de su ira, búscalo, conviértete a él, encuéntralo.
El que dice, buscad al Señor, dice también: “Buscad la justicia, buscad la moderación”.
Busca la justicia, busca al Señor, busca su Reino, y te encontrarás hijo de una humanidad nueva, hijo de “un pueblo, que no comete maldades ni dice mentiras”. Tal vez por esto solo ya se te pueda decir dichoso.
Luego el profeta habla de pan y de paz, que no faltarán al pueblo de los que buscan al Señor: “Pastarán y se tenderán sin sobresaltos”. «Dichosos ellos», sugiere entonces a tu mente el corazón.
Jesús de Nazaret lo dijo de otra manera: “Buscad sobre todo el Reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura”. Antes había dicho: “Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. «Dichosos ellos», porque el Reino de Dios les pertenece. «Dichosos ellos», porque Jesús –la gracia, la libertad, la vida, el Reino-, ha venido para ellos.
Bajo el sol de Galilea, Jesús es la evidencia corporal de las bienaventuranzas: Él es de los pobres; lo es cuando enseña, lo es cuando cura, lo es cuando muere: ¡Dichosos los pobres!
Ahora la misión de Jesús es misión de la Iglesia. Ella, en su cabeza, ha sido ungida por el Espíritu y ha sido enviada para llevar a los pobres la buena noticia, para ser Iglesia de los pobres cuando enseña, cuando cura, cuando muere, siempre cerca de ellos, siempre tan desvalida y tan de corazón entre ellos como lo estuvo Jesús.
Bajo la cruz:
Pero necesitamos poner las bienaventuranzas bajo otra luz, proclamarlas bajo la cruz, en las horas de agonía de Jesús, cuando las tinieblas vinieron sobre toda la tierra.
“Los que pasaban, lo injuriaban, y meneando la cabeza, decían: «Tú que destruyes el templo y lo reconstruyes en tres días, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz»”. “Confió en Dios, que lo libre, si es que lo ama, pues dijo: «Soy Hijo de Dios»”.
En esa hora de nona, de rodillas ante Cristo crucificado, silabea las palabras del Maestro en la montaña: “Dichosos los pobres… dichosos los sufridos… dichosos los que lloran…”.
Tú las dices de rodillas buscando en ellas consuelo.
“Los que pasaban”, las dirían meneando la cabeza y blasfemando.
Bajo el sol de Galilea, las bienaventuranzas desvelaban el secreto de la mirada de Dios sobre los pobres. Bajo la cruz, las bienaventuranzas nos acercan al misterio de la mirada de Dios sobre su Hijo.
Bajo otro sol, bajo otra cruz, en otra hora de tinieblas:
Amadou relata así la muerte de su compañero sucedida en el domingo 23 de enero: “Habíamos estado cuatro días al borde del mar esperando montar en la zódiac para irnos a España. Decidimos volver al bosque porque no podíamos aguantar más. Estábamos sin comer, escondidos y hacía un frío tremendo. Cuando volvíamos comenzó a sentirse mal, cansado. Al llegar a una zona del bosque se tumbó en el suelo y dijo que no podía más, se quedó allí encogido, con sus manos sobre las rodillas como un bebé y nos dimos cuenta de que dejó de respirar. No lo había soportado” (Tomado del blog Pandoras invisibles).
Necesitamos, Jesús, tus bienaventuranzas; necesitamos oírlas “al borde del mar”, en los claros del bosque, en ese camino, “hecho de cadáveres”, por el que transitan los parias de nuestro mundo; necesitamos oírte y verte, Jesús, en quien “muere de sufrimiento”; necesitamos recordar que tú eres de los pobres.
Los ojos van de tu cruz a este calvario, y el corazón aprende a creer que hay esperanza, también para los muertos: “Dichosos los pobres… dichosos los sufridos… dichosos los que lloran…”.
Feliz domingo.