EL CONTAGIO DE LA FE

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(Jesús Garmilla). ¡Cristo ha resucitado, aleluya! Iniciamos el tiempo litúrgico más significativo y crucial: el tiempo pascual para el que hemos venido preparándonos durante esta Cuaresma. Nos esperan 50 días de gracia especial, de gozo, de esperanza cumplida, de Vida rescatada y plena para siempre. La Pascua no es “un tiempo más” durante el año, es la gran celebración anual de los cristianos. Sin Pascua, no puede haber vida cristiana, ni vida comunitaria, ni la Iglesia que nace de la Pascua/Pentecostés, ni fe en el Cristo “muerto y resucitado”. Durante todos estos domingos siguientes, la liturgia nos presentará la Palabra de Dios centrada en la resurrección de Cristo. Los distintos fragmentos de los evangelios que se vayan proclamando manifiestan el “evento de la resurrección”, especialmente a través de apariciones, experiencias, transformaciones personales… no son “pruebas fehacientes” de la resurrección; la resurrección “no puede probarse históricamente”, es un hecho real pero no un hecho histórico demostrable. Se vive dentro de la fe y desde la fe de la comunidad cristiana creyente.

“Si Cristo no ha resucitado vana es nuestra fe”… la conocida y atinada frase de Pablo. Pero, ¿creemos de verdad los cristianos que la Vida que nos trae el Resucitado es más fuerte que la Muerte que nos acosa y amenaza constantemente? ¿De verdad somos creyentes en la resurrección, nos sentimos hombres y mujeres resucitados con Cristo? Preguntas graves y decisivas que nos hacemos en la Iglesia. En este mundo tan materialista, consumista, ideologizado, líquido, fragmentado, racionalista, laicista… ¿podemos creer “todavía” en la resurrección? ¿O se trata de un “mito religioso” sin alcance antropológico real? ¿Cómo anunciar hoy a Cristo resucitado a la gente de nuestro mundo?

Supongo que es la gran pregunta. De difícil o difíciles respuestas. La fe sólo se transmite “por ósmosis”, sólo se contagia (como el coronavirus) por aerosoles (si se me admite la licencia) de tú a tú, de boca a boca, de aliento a aliento, de gotícula transmitida y recibida… de vida a vida. Y, para ello, “el transmisor” que “contagia fe” tiene que “ser positivo”, tiene que vivir ese hálito que comunica así: con su vida, con sus gestos, con su mirada, con su palabra, con sus actos… ¡todo él! Sin experiencia personal de fe vivida en el Cristo muerto y resucitado, no es posible contagiar fe. Y la resurrección conlleva necesariamente la misión. La resurrección sólo se vive en y desde la comunidad creyente. No es un asunto de francotiradores bienintencionados, la comunidad es “el brote” contagiado de Vida que transmite Vida.

Jesús se presenta a su comunidad reunida, asustada, confinada, con las puertas cerradas por miedo. El mismo miedo nuestro a la vida, a sacudirnos para siempre el Mal que nos acecha y enturbia. Tomás necesitó ver para creer, como posiblemente nos ocurre a nosotros, tan sensitivos, tan racionalistas, tan acostumbrados a creer sólo lo que vemos, palpamos, comprobamos… ¡Creemos muchos bulos y falsas noticias, pero nos cuesta creer la Verdad! Quizás porque sólo la Verdad nos salva desde el Amor. Y la Pascua es Amor. Jesús de Nazaret fue resucitado, fue glorificado por el Padre, por la fuerza del Espíritu de la Vida. El Jesús del viernes santos es el mismo que el Cristo de la fe resucitado el domingo en la madrugada. Dios lo exaltó para siempre desde el Misterio insondable del amor de su amor a su Hijo y a toda la Humanidad. Ese domingo, y cada día, desde entonces, Dios responde al grito/pregunta, desolador, terrible, insoportable, de Jesús/Humanidad desde lo más hondo de la Cruz inevitable: “Padre, ¿por qué me has abandonado?”. Y la respuesta del Padre es la Vida, la Vida plena y en abundancia. Dios no se quedó mudo o indiferente ante el grito del Hijo, y nos incorporó a nosotros a esa misma esperanza/promesa de Vida para siempre. Para que podamos decir con Tomás: “Señor mío y Dios mío”.