Una vida religiosa que está despierta… y camina
La dificultad, en este tiempo, no suele residir en no que no se vea cómo está la situación, sino en adquirir capacidad para tomar las decisiones que, en verdad, generen camino. Esta tesitura, que no es nueva, dificulta enormemente que las decisiones, nacidas de la luz y la inspiración que el Espíritu suscita, tomen vida. Se une otro problema que consiste en la incapacidad para ver el horizonte mientras la vista está muy ocupada en las piedras, y curvas del trayecto. La paradoja está en alcanzar nuevas sendas alzando la mirada y, a la vez, que se cuide la conveniente concentración en el trayecto para no convertir la misión en sueño imposible.
En este contexto de una vida religiosa que está despierta y en camino hay un principio básico que es la aceptación de la pluralidad. Diferentes modos y ritmos de entender la realidad y la misión. Distintos lenguajes y culturas para interpretar el sentido del compromiso en totalidad con el seguimiento. Un contexto eclesiológico profundamente nuevo, también impone a la reflexión y la andadura de la vida religiosa nuevas expectativas y nueva ubicación.
Cinco décadas de renovación
El proceso de renovación que tomó forma con el Concilio Vaticano II sigue su proceso histórico. Es irreversible y además, en este tiempo, va tomando conciencia de que entra en otra etapa, bien distinta. Después de unos años en los cuales hemos apoyado la renovación en una relectura explícita del texto, hemos pasado a un momento histórico en el cual hay que leer, con detención, el contexto. En la situación actual, la vida religiosa, ilumina su misión, su razón de ser y su testimonio del Reino, desde un dejarse leer por la realidad.
En el siglo XXI la reflexión teológica sobre la vida religiosa se hace más holística e integradora. Ninguna forma de vida se entiende y explica por sí misma, sino en relación y comunión con las otras. Toma forma la común explicación que la pertenencia al «santo Pueblo fiel de Dios»1 –como le gusta denominarlo el Papa Francisco– confiere a cada forma de vida.
Ha llegado el momento de que este «despertar» se formule en la asunción de la realidad: una vida religiosa más minoritaria y envejecida, en obras y presencias más significativas y pobres, con una reducción significativa de estructuras y con una dedicación menos burocratizada a la misión de la Iglesia. Ese despertar de la vida religiosa se manifiesta en un compromiso firme con la reforma, que pide una mirada intensa hacia el futuro que nace de una visión teológica confiada en el presente.
Una forma de vida que camina al ritmo de las personas
La persona de los consagrados de este tiempo, está desarrollándose dentro de formas y estructuras que son de otro. Pero la antropología de los religiosos y las de las personas a quienes sirven, se expresan y manifiestan en la sintonía de este siglo. La vida religiosa está caminando en un ejercicio de «poda» que no deja de ser doloroso y lento. Son muchos los elementos de otro tiempo que hemos arrastrado hacia este creyendo que con una renovación externa, servirían para dar vida. No es así. Es este un aspecto muy delicado en el proceso hacia una nueva vida religiosa: contar con la persona del consagrado. Su ontología no es la de hace unos años y la expresión de los argumentos centrales de la consagración tampoco. La misión y la comunidad necesitan hoy el concurso real e integral de la persona. La cultura del fragmento debilita la proposición del Reino.
El encuentro con la persona concreta en sus circunstancias y esperanzas, renueva la vida consagrada y facilita que el umbral de sus puertas lo puedan cruzar los jóvenes y las jóvenes del siglo XXI. Está en camino aquella vida religiosa que posibilita los elementos dinamizadores, terapéuticos y pedagógicos, para hacerse posible para todo tiempo. También para este que se ha consolidado como una etapa de la historia en la cual evidencian crisis todas las estructuras estables de la historia: familia, relaciones, cultura local, signos de pertenencia y tradiciones.
Ciertamente se trata de una perspectiva novedosa para la que no estamos del todo preparados. Quizá admitamos en el texto la necesaria reforma de nuestras estructuras, pero ciertamente las decisiones de gobierno para facilitarlo, contarán siempre con la tentación del miedo que intentará que «las cosas queden como están, porque así nos dieron resultado en otro tiempo». Sin embargo, sabemos que la cuestión de la vitalidad de la vida religiosa no consiste en que pensemos nosotros qué cambios de adecuación vamos a ofrecer, sino que nos dejemos leer por la realidad para entender qué vida religiosa es la necesaria.
Necesidad de una mirada con visión y generosidad
En conjunto la vida religiosa está despierta. Es una propuesta lúcida y comprensible del Reino para nuestro tiempo. Pero necesitamos abrirnos a una mirada mucho más comprensiva y amplia. Hay que salir de la pequeña historia para encontrar las claves que convierten nuestra forma de seguimiento en imprescindible para este tiempo.
La visión nos lleva a comprender que la vida religiosa no encuentra su razón de ser en respuestas coyunturales; ni en estilos de empresa. Nos devuelve al signo y, por ello, entenderemos como valioso y actual nuestro ser comunidad inter-generacional al servicio del Reino. Cuando reaccionamos con obsesión ante una disminución numérica o reducción de presencias o nuestra realidad de comunidad envejecida, quiere decir que nos preocupa más nuestra fuerza que el mensaje de Dios. Y sin éste, la vida religiosa no tiene sentido.
Abrir la perspectiva para alcanzar visión nos lleva a situar nuestra misión de una manera mucho más entrelazada y coordinada. El gran testimonio para nuestro contexto es la búsqueda del «segundo puesto» desde una pertenencia comunitaria. El trasfondo sacro de la vida religiosa expresa en este aspecto su incuestionable necesidad y provocación. El proceso mediante el cual nos fuimos llenando de inmuebles y presencias de evangelización convencionales –las décadas de expansión–, ha sido también, el inicio de nuestro proceso autodestructivo, del cual nos está costando salir con agilidad, porque estamos urgidos para sostenerlo y sacarlo adelante en un momento de fragmentación y con unas edades muy elevadas. La originalidad de la vida religiosa reside en una propuesta integral y total que refleje bien la libertad del Reino. Si esa libertad no se puede expresar, si la agilidad de la misión está condicionada o la manifestación expresa de un desarrollo comunitario no está garantizado, nos encontramos con un cuerpo que se agota intentando sostener las obras por ella creadas, pero incapacitado para la innovación, la creatividad y el diálogo.
Una vida religiosa que camina, sabe pararse
Creemos que este momento necesita acentuar la reflexión para tomar decisiones adecuadas. Quizá nuestro caminar esté muy mediatizado por decisiones personales o por la urgencia industrial de nuestras obras. Quizá nos falte paz para reorientar aquellos puntos que, sin duda, son los que tenemos que cuidar frente a la tensión por querer estar ofreciendo respuestas sin preguntarnos a qué respondemos. Incluso más, sin saber siquiera si la pregunta o necesidad existe.
No es fácil concretar, tras un análisis, qué es lo necesario, urgente y posible. La fragmentación interna de la vida religiosa es tan evidente que, con frecuencia, el gobierno consiste en decisiones salomónicas, donde se salve el aparente consenso y, por tanto, quede silenciada la dirección: «el hacia donde». Tenemos un cúmulo importante de decisiones que no pretenden responder a una interpretación evangélica del tiempo, sino a llenar los ciclos y etapas de tiempo que nosotros mismos creamos. Es la tentación del cortoplacismo o de aquellas propuestas que sin responder a las necesidades de misión, parecen oportunamente ocurrentes.
Ese pararnos, que responde a la tensión de la «cultura lenta» nos puede ofrecer lucidez de manera que aun cuando no corramos desesperadamente detrás del cronógrafo, estemos dando pasos certeros de misión que garanticen el presente congregacional. Pararnos, significa entender que el proceso histórico, el paradigma, es verdaderamente nuevo y, por ello, muy diferente en sus expresiones, en sus núcleos comunitarios y en sus urgencias. Pararnos es aceptar que un rasgo indispensable de la vida religiosa para el siglo XXI es ofrecer fraternidades que pacientemente vuelvan a ofrecer los primeros pasos de la fe a una sociedad que necesita empezar de nuevo, volver a necesitar a Dios y aprender a reconstruir la persona con la mirada puesta en la eternidad.
Estar despiertos es facilitar el sueño de Dios para esta era
La vida religiosa es un itinerario de crecimiento espiritual valioso y presente en buena parte de la historia de la Iglesia. En cada tiempo, el Señor suscitó aquellas personas que supieron encarnar la radicalidad del seguimiento con acentos diferentes. También en este tiempo está hablándonos Dios de qué necesita su pueblo; qué pedagogos son los que pueden facilitar que la persona descubra la cercanía del Padre. Renovar la espiritualidad es, pues, un imperativo de novedad para nosotros.
No se trata de llenar la vida religiosa de nuevos elementos celebrativos, o prácticas de piedad que nos distancien de la calle, pero sí una vuelta al encuentro con Aquel que nos explica, en cada instante, por qué y por quién hacemos las cosas. La renovación espiritual convierte a la vida religiosa en el arma más sensible y certera de la Iglesia para hacer posible el Reino al hombre y a la mujer contemporáneos. Nuestra esencia de agilidad posibilita que la comunidad religiosa logre el silencio de Dios en medio de los ruidos del mundo; la paz de Dios en medio de la vorágine de la guerra; la pureza de Dios en el núcleo del pecado que el egoísmo facilita. La espiritualidad de la vida religiosa es aquel don de sacralidad que tiene la fuerza de recordarle a todo lo creado, que su primera y principal vocación lo dirige hacia Dios, aunque ahora esté despistado.
Por eso la renovación espiritual de la vida religiosa necesita nuevos contextos en los cuáles o la palabra esté silenciada, o esté olvidada, o adormecida. La vida religiosa tiene que desplazarse a nuevos caminos. No lo debe hacer por moda, sino por necesidad, por espiritualidad, por fidelidad y porque su vocación real y única es inaugurar trazos inéditos que simbolicen el Reino.
1 Cf. EG. 95.96.120.125.130.142.144.149.271.274