Cada uno, cada grupo humano, cada comunidad eclesial, debe plantearse la pregunta de qué tiene que hacer y de cómo hacerlo, y encontrar sus propias respuestas. Los otros, sin duda, pueden ayudarnos. Será bueno conocer lo que otros hacen o piensan, pero al final el análisis de su situación, la búsqueda de respuestas y la responsabilidad es de cada uno. Me parece que esto va en línea con lo que el Papa Francisco ha dicho en su exhortación apostólica, cuando se ha referido a la necesaria descentralización de la Iglesia y al papel de cada Iglesia local: “No debe esperarse del magisterio papal una palabra definitiva o completa sobre todas las cuestiones que afectan a la Iglesia y al mundo. No es conveniente que el Papa reemplace a los episcopados locales en el discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en sus territorios. En este sentido, percibo la necesidad de avanzar en una saludable descentralización”.
Lo que dice el Papa con respecto a los Obispos, valdría también de cada Obispo con respecto a sus párrocos y a las parroquias. Porque cada parroquia es distinta. Y, sobre todo, cada persona es distinta. Cada uno tiene que hacer su propio camino. Un camino en comunión con los demás creyentes en Jesús. Una comunión que potencia la personalidad de cada uno. Y una personalidad que se siente reforzada en la comunión. Porque la descentralización, o dicho en la perspectiva de esta reflexión, el que la historia sea propia de cada uno, no quita que tengamos mucho en común, mucho en lo que recibir ayuda y mucho en lo que ayudar. Somos responsables de nosotros mismos, pero no solitarios. Somos historia, hacemos historia, pero la historia que hacemos es una historia solidaria.
Porque somos historia contamos historias. Cada uno cuenta la suya. Y al escuchar las historias de los demás, reconozco en el otro a “otro yo”, con sentimientos como los míos, con reacciones parecidas a las mías, con dificultades semejantes a las mías. La historia nos hace humanos y nos hace reconocibles como humanos. Solo los humanos tenemos una historia que contar. Por eso, siendo distintos, somos tan semejantes. Ocurre lo mismo con la historia de los creyentes: cada uno puede contar su propio proceso de conocimiento y acercamiento a Jesús, pero al escuchar la historia de otros creyentes me reconozco en ellos. Y al reconocerme, me siento hermano, de la misma familia. La gran familia de los creyentes, la Iglesia, asamblea en la que cada uno tiene su propia historia, pero reconoce que la del otro es una historia semejante. De este modo nuestras historias nos unen.