Yo no me olvido de ti

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¿Tú crees que Dios se puede olvidar de ti o dejarte de su mano? ¡De verdad lo crees! Pues Él te dice: aunque tu madre se olvide de ti, yo no me olvidaré.

Lo más seguro es que sea yo el que me olvide de Dios y ocupe su lugar en mi corazón. Que yo me olvide de Dios es más fácil que Él se desentienda de mi. De ahí, que tenga que darle razón al evangelio nada más comenzar porque no se puede servir a dos señores. Y es verdad, un corazón no puede tener dos dueños, aunque nosotros hacemos malabares con tres y cuatro… Pero eso ni es verdad del todo ni nos soluciona la vida. Lo cierto, es que toda nuestra vida andamos buscando llenar el vacío metiendo de todo en el hondón del corazón. También es cierto que el dinero ejerce, sobre nosotros, un poder de satisfacción grande por nuestro afán de seguridad. Y la “seguridad”, en este mundo, no la puede tener nadie porque la vida no es nuestra. Es verdad, la vida es un regalo, un don que Dios nos da y del que disponemos, pero que no podemos alargar ni un ápice. Ni decidimos el día de nacer, ni dónde, ni con quién, ni debemos manipular el cuándo nos iremos.

 

Puestos así, es una soberana tontería agobiarse por la vida. Si lo dice el evangelio: “No estéis agobiados pensando qué vais a comer, ni por el cuerpo pensando con qué os vais a vestir”. Si el dueño es Dios Padre, Él estará pendiente de nosotros. Y más cuando podemos observar cómo mantiene el universo, el mundo y la naturaleza con una sabiduría y un orden especial.

Pero claro, comer hay que comer. Y para comer hay que ganarse el sustento. Jesús no era un inconsciente, pero sí un maestro del corazón. Y educaba a aquellos que le habían seguido en la confianza en un Padre que nos da el pan de cada día y lo necesario para sobrevivir. Nos da una familia, unas manos para trabajar, unas fuerzas para transformar y la  única seguridad que existe: su Providencia.

Y claro, vestir, hay que vestir y tener un techo, un medio de transporte, una serie de recursos para sobrevivir. Pero seamos realistas, ¿no tenemos de sobra? ¿No llega un momento en el que invertimos más en paredes, ruedas, armarios, cremas que en besos, abrazos, regalos y tiempo?

Cuando nuestros parámetros no son los de seguir a Jesús sino cumplir normas y guardar apariencias, nos asustamos de cualquier recomendación de Jesús: sea poner la otra mejilla, perdonar al enemigo o confiar en el pan cotidiano. ¿Cuáles nos mueven a nosotros? Porque en este punto es dónde descubrimos si de verdad creemos en el Dios de Jesús o en el que nosotros nos hemos fabricado. Y, siempre, el que nosotros nos hacemos es escaso, torpe y manipulable. El dinero, la riqueza, son de ese tipo. Pueden convertirse en nuestros diosecillos si el corazón confía más en ellos, porque los tocamos y nos dan lo inmediato, que en Dios.

El evangelio, dice que si entramos en la dinámica de confiar en la Providencia de Dios, al anunciar su reino y poner todo nuestro empeño en vivir como Jesús, todo se nos irá dando como regalo. Y así, a lo obtenido con nuestro esfuerzo, se unirán los regalos que Dios nos da a través de personas, de gestos, de salud, de libertad.

Y apostilla diciendo que “a cada día le bastan sus disgustos”, ¡y es verdad! Nadie te asegura a ti que vayas a vivir el día de mañana para solucionar lo que te agobia hoy. Es mejor aprender a descansar el Dios, ponerle esa situación imposible en sus manos, y confiar en que mañana nos dará la clarividencia suficiente para vislumbrar una solución. Pero eso será mañana…, y la vida de mañana es cosa de Él. Confiar así en Dios configura personas sanas, pacientes y valientes para afrontar la vida. Personas que contrastan con las agobiadas y estresadas que piensan que han de solucionarlo todo restando tiempo a la vida que consideran suya en propiedad.

Señor, que los demás vean en nosotros sólo servidores del evangelio por la manera agradecida y confiada en que vivimos la vida: la que tú nos regalas.