Con qué lo compararemos… El Reino de Dios se parece…

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Mientras celebraba la eucaristía ayer, día de la vida consagrada, en el fondo de la iglesia había una mujer que me llamó la atención porque desprendía fragilidad. En sus brazos portaba una manta blanca, que hacía intuir que abrigaba una vida diminuta. Cuando terminó la misa subió al altar y me preguntó si podía hablar conmigo. Cuando pasamos a una sala, al cerrar la puerta comenzó a llorar… traté de tranquilizarla un poco, pero sobre todo hice silencio hasta que ella pudo articular sus primeras palabras. Descubrí que Marcos, que así se llama la criatura envuelta con la manta, seguía ajeno a la escena de sufrimiento de su madre, pude asomarme por una rendija y vi cómo bostezaba plácidamente. Es curioso, el niño estaba tranquilo y seguro en los brazos de alguien destrozado, pero ese alguien es su madre. Ésta, entre sollozos, comenzó a narrar entrecortadamente qué pasaba. En primer lugar describió la situación de su familia. Madre de tres hijos, sola en Madrid, ecuatoriana, sin trabajo… en una habituación de un piso con sus tres hijos. La habitación le cuesta 350 euros al mes y ella percibe un subsidio de 270, los otros dos hijos son mayores que Marcos, y aunque tienen edad para trabajar, tal y como están las cosas, siguen dependiendo de ella porque están en el paro. Con este cuadro es con el que llega Marcos a la vida.  Sin dejar de llorar, me cuenta que de pura desesperación se encontró con nuestra puerta. Como para muchos inmigrantes la Iglesia todavía es un lugar del que se espera algo, casi el único. Quizá una ayuda, una respuesta, un consuelo…, sobre todo, ser escuchados y sin titulares, devolverles una dignidad que nunca perdieron, por ser personas. Lo que más me dolió es que una y otra vez me dijo que ella no podía darle nada en la vida a Marcos y que ese niño estaría mejor con otra familia que pudiese ofrecerle todo lo que necesitaba, que ella no tenía ni para pañales…

Le pedí el niño y lo tomé en brazos. Marcos abrió un poco los ojos y se sorprendió al no ver a su madre, pero no lloró, me miró como diciendo: « ¡a ver qué vas a decir!». Cuando empecé a hablar con un nudo en la garganta, le dije que Marcos formaba parte de su vida y que con nadie podría estar mejor que con ella. Le aseguré que de ella iba a brotar todo el cariño que Marcos pudiese necesitar en su vida y que estaba convencido de que, aunque Marcos no podía hablar todavía, si le preguntásemos seguro que nos diría que siempre querría estar con ella, con su madre. Después se lo devolví y buscamos a “Ana” una mujer curtida por la vida, con el pelo blanco, pero con una sonrisa de primavera, que pasa el día haciendo latir el corazón en Cáritas, altar, comunión… Nada más verla, le regaló una amplia sonrisa, le dio paz y pronunció las palabras de esperanza: «te vamos a ayudar, tu problema es nuestro, no estás sola…». Ahí acabó mi tarea de primera acogida que forma parte de una gran cadena solidaria. Dejé aquellas dos mujeres en ese momento de complicidad donde todo es posible. Di gracias a Dios por ese día de la vida consagrada que nos repite con insistencia que lo nuestro son ellos. Los favoritos. Los pobres de Jesús. Aquellos donde parece que todo está cumplido, porque está condenado. Sin embargo, para ver la luz, hay que conocer la oscuridad; para vivir la donación total, te tiene que sonar qué significa no tener nada y esperarlo todo, aunque sea una sonrisa.