El selfie, por el contrario, trata sobre lo inmediato, como si el sujeto histórico se hubiera vuelto evanescente y su duración (histórica, psicológica…) se hubiera disuelto. El propósito que mueve al selfie es videor ergo sum («Se me ve luego existo»), propagado por todas partes. Pero hacer depender la existencia de este tipo de visibilidad da la razón a lo que el psiquiatra italiano Giovanni Stanghellini escribe en un ensayo reciente: «la naturaleza instantánea del selfie es similar a la temporalidad hambrienta y sin aliento de un ataque bulímico». De hecho, para comprender la bulimia contemporánea, que nos hace a todos productores de imágenes ininterrumpidas, debemos buscar la razón subyacente que permanece oculta, y que es una anorexia dramática en la relación con propio ser.
Si la fotografía tradicional nos permitió decir «soy esta persona», el selfie pretende hacernos decir «mira, estoy aquí». Pero este «aquí» es un espacio atópico y errante que nunca se habita. Por eso el selfista se caracteriza por ser un turista y no un viajero. Por lo tanto, nos equivocamos si pensamos que el selfie sirve para marcar nuestro paso por cierto lugar: es más bien el resultado de una radical desterritorialización de la vida.