UN AMOR MÁS GRANDE QUE NUESTRO PECADO

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La liturgia de la palabra del cuarto domingo de cuaresma podría resumirse diciendo que el amor de Dios es más grande que nuestro pecado. Al respecto la segunda lectura dice algo sorprendente, sobre todo para los que solemos guiarnos por el criterio del esfuerzo y de los méritos, de lo que me he ganado, de lo que se me debe: Dios, rico en misericordia, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha salvado por pura gracia. Por una parte, Dios es rico en misericordia, en el sentido de que le sobra misericordia, por eso la desborda por todas partes. Ese Dios misericordioso no nos ama cuando somos buenos, o cuando nos proponemos serlo, nos ama siempre, nos ama siendo nosotros pecadores, porque sólo sabe y sólo puede amar.

Por eso, estamos salvados por gracia, por la fe, por puro don de Dios. Eso es amar: no te amo por lo que me das o por lo bueno y guapo que eres, no te amo por lo que puedo sacarte, te amo porque yo soy así, porque tengo un corazón generoso, rico en misericordia. Te amo gratis, tan gratis que te amo cuando eres pecador, cuando eres mi enemigo. Este Dios es sorprendente. Solo cabe una actitud ante un Dios así: la acción de gracias.

En el Evangelio encontramos esta afirmación luminosa: Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo, no para juzgar, no para condenar, sino para salvar. Tanto amó, no se puede amar más. Por eso envió a su Hijo al mundo, lo hizo cercano, próximo, solidario de nuestra realidad. En Jesús no hay ningún asomo de condenación. Somos nosotros los que nos alejamos de él. Él no se aleja nunca de nosotros. Vino la luz al mundo, la luz ilumina siempre, son los hombres los que se alejan de la luz, los que prefieren las tinieblas. En Dios solo hay luz, no hay sombra alguna; en Dios sólo hay cielo, no hay infierno. El infierno se lo monta el hombre al alejarse de Dios. Dios no condena a nadie, pero nos hace responsables. Por eso tampoco se impone, respeta nuestra libertad. El don de Dios es gratuito, pero pide ser acogido.