El camino de la fe no siempre es fácil. En el relato de la transfiguración Jesús quiere dar a sus discípulos un poco de esperanza y de aliento porque el camino que les tocaba recorrer no estaba siendo nada fácil y prometía ser peor todavía. Jesús desvela a tres de sus discípulos su identidad para que confíen, esperen y vivan. No se trata de una alucinación colectiva sino de una promesa pública que muestra su cumplimiento anticipadamente. Para que crean, para que no desfallezcan para que “cuando todo se tuerza” recuerden… y puedan abrazar esa promesa de luz como se abraza a alguien conocido y muy querido.
Jesús está siendo catequista, pedagogo y maestro en pertrecharlos con una sucesión de acontecimientos y experiencias para ser eso mismo, discípulos. Sin embargo, y a pesar de todo ello, ellos negarán, callarán, dormirán e, incluso, olvidarán. No es cómodo recorrer el camino del discipulado. Es fácil cuando todo aparece diáfano, libre, blanco, justo… pero cuando la realidad se enrarece, aprisiona o se oscurece viene la duda, el deseo de huir o la tentación de mirar para otro sitio. A veces, la capacidad de autoengaño, de negar la realidad o justificar lo injustificable que tenemos los seres humanos es increíble.
Pedro, al menos a mí, me representa cuando quiere parar el tiempo y quedarse sin más, cuando reconoce la belleza del encuentro y desea atraparlo, cuando quiere convertir el instante en permanente. Pero la ventana de la resurrección se cierra porque para resucitar primero hay que entregar, poco a poco y cada día, la propia vida. Pedro se resiste a salir de esa sintonía porque supone aceptar su propia muerte, reconocer que el camino del discípulo no es triunfar, brillar o resplandecer sino dar y perder la vida y hacerlo anónimamente, sin focos… Pero llevando pegada al cuerpo la certeza y la alegría de quien ha visto ya la luz del resucitado.
Jesús va a la montaña a orar, a entrar en el misterio para acoger la luz de Dios y que ilumine su camino, para proteger esa voluntad que no siempre es cómoda o llevadera, pero que sabemos procede de Dios. Subir a la montaña con Jesús nos transfigura, cada día, para “ser” más con Dios.
