¡Cómo me parezco a José!

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¡Qué cercano es José para nosotros! Esperaba al Mesías pero le costó comprender el modo y la manera. Como a mí. Sin embargo, al final se dejó hacer por Dios y acogió al Mesías.

Nosotros llevamos litúrgicamente cuatro semanas esperando al Mesías, algunos lo llevan aguardando ya varios años y otros, se han cansado. José -como todo su pueblo-, lo deseaba desde hacía siglos y, en esa espera, se había instalado en una seguridad: que el Mesías descendería del linaje de David. José, como su pueblo, había ido adornando -de forma épica- la figura del Cristo, de tal forma que la profecía de Isaías se quedaba corta. Pocos esperaban ya que naciera de una virgen. ¡Cuántas presencias de Dios nos pasan inadvertidas por sencillas!

El caso es que a José no se le pasó por la cabeza que María fuera la virgen que Yahvéh se preparaba para entrar sigilosamente en el mundo. Y menos que él, un carpintero, fuera el descendiente de David elegido para custodiar al Mesías. Él era un hombre justo -lo dice el evangelio- que estaba desposado con aquella joven y que había respetado los preceptos que conllevaba el primer año de compromiso. Pero de ahí a aceptar alegremente que María estuviera embarazada sin que él tuviera ni arte ni parte, era otra cosa. Brotó en él el rechazo. José era hombre -vamos varón-, era razonable y prudente, pero aquello sobrepasaba la razón y la sensatez.

¡Bueno, la sigue sobrepasando! Porque seguro que nosotros, tan razonables, sentimos empatía con José en ese trance. El caso es que, aún así, José no quiso denunciar a María. Tentado -como tantos varones- de abandonar a sus novias cuando quedan embarazadas sin esperarlo o desearlo suficientemente, decide repudiarla en su corazón.

¡Pobre María! La que acoge lo que Dios quiere estuvo expuesta al rechazado de su gente y al repudio de su mismo esposo. No sé si esto se os había pasado alguna vez por la cabeza, pero el decir sí a los planes de Dios no le llevó precisamente a transitar por un camino de rosas.

¡Pobre José! Él que era bueno y se había ilusionado con aquella joven y comprometido con su familia, no supo qué hacer.

Ninguno de nosotros pensamos que podemos ser elegidos para realizar una promesa. Esas cosas siempre le ocurren a otros. Bueno, ¡hasta que le pasan a uno! Y entonces, en estado de vigilia y con la cabeza fría, se hunden nuestras seguridades y se nubla nuestra razón. Porque ahí abundan nuestros criterios y no los de Dios. Por eso Dios espera a que José se duerma y abandone su lucha. Es en la fragilidad del sueño donde José queda vencido y convencido por un ángel:

– Él es el descendiente de David esperado por su pueblo.

– No ha de tener reparo el llevarse a su casa a María porque está llena del Espíritu Santo. Ella es la virgen anunciada en la profecía.

– Sin embargo, no será ella la que le ponga el nombre -como anuncia Isaías- sino José, como hace un padre legal.

– Y ese Nombre, el nombre de Jesús, será el nombre histórico del Enmanuel, ya que viene para salvar a los hombres de los pecados.

“Cuando se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor”.

¡Cómo para no hacerlo! Los planes de Dios son más sencillos de lo que creemos y más maravillosos de lo que estamos dispuestos a aceptar. Planes que se acogen cuando nos abrimos para agradarle -como María- o cuando quedamos en máxima fragilidad -como José-.

Y la pregunta que me hago es pertinente: ¿Dónde estoy yo al final del Adviento? He de responder porque faltan dos días para que esto suceda y he de custodiar a esa criatura y llevarme a María a mi casa.

¡Dios, cómo me parezco a José