EL PROFETA: MODULADOR DE LUZ Y SONIDO

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Se trata de un buen invento: los moduladores de luz y sonido. Sin ellos se cegarían nuestros ojos, ensordecerían nuestros oídos. La liturgia de este domingo IV del tiempo ordinario (31 enero 2021) nos dice cómo nuestro Dios se hace presente entre nosotros a través de moduladores de luz y sonido: sus profetas, las personas creadas a su imagen y semejanza, su creación. Nuestro Dios nos comprende. Sabe que el ser humano no es capaz de resistir su Presencia infinita, de escuchar su Palabra de fuego, de aguantar su Mirada penetrante. ¿Quién podrá ver a Dios y no morir? “Véante mis ojos, dulce Jesús bueno, véante mis ojos, muérame yo luego” (Santa Teresa de Jesús).

Nuestro Dios sabe que -en las condiciones actuales de nuestra existencia- un encuentro “cara a cara” con Él sería para nosotros mortal. Si nuestros ojos no pueden soportar la luz directa del sol, si nuestros tímpanos revientan ante un ruido fuerte, si nuestra piel se abrasa en la cercanía del fuego, ¿cómo intentar mantenernos ante la incombustible y ardiente Presencia de nuestro Dios? ¿Cómo pretender escuchar en directo su Voz?

Es un ídolo ese “dios” del cual algunos presumen estar tan cerca. Es un “dios” sin misterio, vulgar, ritualista, que no estremece, ni emociona; que es el recurso fácil de hombres y mujeres así llamados “religiosos”. Ese es un “dios” del que se sabe todo, cuya voluntad se conoce y es transmitida “en directo”.

¡El Dios de nuestra revelación no es así! 

Nuestro Dios es el Misterio de todos los misterios.

Es el Invisible por exceso de claridad.

Es el Inaudible por exceso de Voz y de Palabra.

Es el Inabarcable por exceso de inmensidad y Presencia.

Por eso, ¡qué bien entendió su esencia el pueblo de Israel en el Sinaí, cuando ante su Presencia se sentía morir! Lo cual obligó a Dios a decirle a Moisés: “¡Tienen razón! Suscitaré un profeta de entre tus hermanos… pondré mis palabras en su boca…. Hablará en mi nombre”.

¡Qué inmensa es la condescendencia de Dios! ¡Cómo sabe abajarse, ponerse a nuestra altura, contextualizarse en nuestros límites! El profeta elegido no será un súper-hombre, ni un extraterrestre, sino “uno de nuestros hermanos”. Él será la voz de Dios, su sacramento viviente, su presencia tangible, abarcable, audible. En Él encontramos la “abreviatura de Dios”, con Él el misterio de Dios está a nuestro alcance. El profeta es como la luna, que refleja al sol, y sí puede ser contemplada.

¡Ese Jesús tan asombroso!

Pero sobre todo Jesús fue un Dios “a medida humana”, que podía ser visto, tocado, sentido. Ese hermano nuestro, ese profeta de Dios es Jesús. Asombraba con su doctrina “del todo especial”, con su forma de enseñar con autoridad, y no como los escribas y fariseos. Sus palabras y gestos eran eficaces, transformadores.

No era profeta de diagnósticos de muerte, sino de curaciones y resurrecciones.

No pedía cosas imposibles, sino que le siguiéramos y que confiáramos en la fuerza milagrosa de su Espíritu.

No era solo un detector de demonios, sino un exorcista que los vencía en cualquier circunstancia.

Con el Dios-hecho-hombre ¡también nosotros!

Compartir la misión profética de Jesús es un honor, un regalo concedido a quienes hemos sido incorporados a su Cuerpo por el Bautismo y la Eucaristía.

También nosotros podemos ser presencia y manifestación accesible de Dios para nuestros hermanos y hermanas, pero ¡no como sol!, sino como humildes “lunas” que reflejan su luz.

También nosotros hemos recibido el don profético que consiste más en salvar que en condenar, más en hacer viable el camino que en detectar los obstáculos, más en anunciar la Gracia que en denunciar el pecado.

Sin embargo, somos profetas “sin autoridad” cuando ejercemos el ministerio del “blá-blá-blá”, hablando por hablar y sin tener nada especial que decir, cuando criticamos a la sociedad, a la Iglesia, a los nuestros, sin ofrecer perspectivas, viabilidad, esperanza

Proclamemos la Palabra con temor y temblor y no con autosuficiencia. Dejemos que la Presencia de Dios se refleje humildemente en nosotros. Que esa luz reflejada sea la protagonista de todo, la que nos conduzca a la Presencia del Misterioso, de la Luz cegadora. Y si es así, de seguro que acontecerán milagros, expulsión de demonios, irá apareciendo el reinado de Dios.

La encíclica “Dios es Amor” (Deus Charitas est) del papa Benedicto XVI fue como un un gemido del corazón, como el mensaje de Gracia de un humilde portavoz de la Voz. Es un canto al Amor que todos necesitamos para que nuestra profecía indique que allí está Dios. El amor condescendiente, que se abaja y que utiliza nuestro lenguaje, es la forma cómo Dios llega a nosotros.