Compromiso con la pluralidad
O lo que es lo mismo, con la novedad del Espíritu. Es el momento de que la vida consagrada se eduque en uno de sus principios de vitalidad más claros para superar la siempre presente tensión de la inercia. Todavía se percibe la creencia de que determinadas culturas responden a los carismas, mientras que otras están incapacitadas para hacerlo. La descentralización de las familias religiosas, evidente desde el punto de vista cuantitativo, no ha significado una descentralización real porque seguimos siendo profundamente eurocéntricos en la apreciación, legislación y organización. El anuncio y testimonio de fraternidad nacen indiscutiblemente en aquellos y aquellas que son capaces de aceptarse, reconocerse y amarse en su absoluta diferencia. Así lo expresa el Papa cuando afirma que quiere una: «fraternidad abierta, que permite reconocer, valorar y amar a cada persona más allá de la cercanía física, más allá del lugar del universo donde haya nacido o donde habite» (FT 1).
De las palabras a los hechos
Fratelli tutti nos pone en tensión de crecimiento. Cuenta con un buen análisis de la realidad y de él se desprende que hemos aprendido a vivir sin que las palabras cambien las actitudes. Así en la vida consagrada, frecuentemente, nuestras palabras rozan las cimas más elevadas y bellas de la apreciación y reconocimiento del otro. Corremos el peligro, además, que la expresividad del compromiso que queremos vivir, serene la tensión de intentar vivirlo. La fraternidad, si es real y evangélica, no se conforma con palabras, exige un compromiso de transformación. El Papa, consciente de ello, así lo reclama cuando afirma que es imprescindible: «un nuevo sueño de fraternidad y de amistad social que no se quede en las palabras» (FT 6).
Integrar las lecciones de la vida
Porque está demasiado presente el consumo de experiencias haciendo de ellas episodios inconexos. Se llega así a un tono vital que lejos de ser intenso, se reduce a una sucesión de respuestas a estímulos que van llegando.
Los consagrados como el resto de sus contemporáneos, están viviendo una pandemia. Sin embargo, se percibe con más fuerza la necesidad de pasar página, que la pasión por aprender e integrar lo que el Espíritu quiere enseñarnos en la «página actual» que se llama coronavirus. Así, afirma Francisco que hoy podemos reconocer que: «nos hemos alimentado con sueños de esplendor y grandeza y hemos terminado comiendo distracción, encierro y soledad; nos hemos empachado de conexiones y hemos perdido el sabor de la fraternidad» (FT 33). Los consagrados hemos de preguntarnos por el compromiso para integrar, con hondura, esta nueva experiencia de vida que, en absoluto, puede «descafeinar» la fraternidad. Sería un error de consecuencias graves que de la pandemia hayamos extraído únicamente la necesidad de aislamiento, protección y alejamiento de la realidad como principios. Permanecer en esa actitud desintegra, todavía más, la esencia de la comunidad fraterna que necesita relación, riesgo y contagio.
Al servicio del encuentro
El encuentro es el núcleo duro del Evangelio; de la relación de Dios con el ser humano. Es la esencialidad de la consagración. La cultura del encuentro, tan presente en el Magisterio del papa Francisco, se desvela como la clave interpretativa de su propuesta para la humanidad y para los cristianos y consagrados en ella. Encontrarse es mucho más que contemporizar o aguantar. Encontrarse es hacer posibles caminos de convivencia y sinergia; es convertir las relaciones humanas en un «todavía más». El encuentro es el lugar de la revelación y la fraternidad, es la posibilidad para intuir aquellos principios que hacen nueva la vida y que están inscritos en el corazón de Dios. Referido a la comunidad de consagrados nos hace caer en la cuenta de que es imposible la experiencia transformadora de las bienaventuranzas, cuando todo se reduce a la pura apariencia desde principios externos; o la funcionalidad de reparto de tareas; o a la respuesta constante asumiendo una organización externa sin preguntas o interrogantes sobre la fe que sustenta cada vida. Dice el Papa que: «El problema es que un camino de fraternidad, local y universal, solo puede ser recorrido por espíritus libres y dispuestos a encuentros reales» (FT 50). Para los consagrados disponernos a encuentros reales es estar abiertos a dejarnos transformar. La vocación para la vida de comunidad en los consagrados supone una cualificación para el encuentro, porque es pedagogía explícita de Dios: La vida de la otra persona es entonces la enseñanza desde la que me dejo afectar para tratar de responder a aquello que Dios quiere. Por ello, afirma el Papa, es imprescindible la «libertad de espíritu» o lo que es lo mismo la plena disposición para el descubrimiento de la novedad de Dios.
Transformación de la espiritualidad
Las comunidades de vida consagrada son, indudablemente, espacios creyentes de vida. Lugares donde regularmente se reza. Cada comunidad se organiza para expresar el compromiso de estar convocados o convocadas por Dios. La inquietud en este momento es si estos espacios están expresando la realidad de la vida de las personas que conviven en la fraternidad. Aquí es donde quizá se imponga la necesidad de una transformación. El alejamiento entre la celebración y la vida; la distancia entre lo que son argumentos de fe y argumentos de interés; la brecha entre las grandes líneas evangélicas y las praxis de mercado… provocan la necesidad de una revitalización espiritual y carismática.
Llevamos a la oración lo que vivimos, e intentamos vivir aquellas mociones descubiertas en la fragilidad de la oración. Transformar los espacios creyentes y celebrativos de nuestras comunidades exige que se comparta mucha más vida. Probablemente esto exija romper unas estructuras que responden a otro momento. Hoy, las personas necesitan ver el paradigma de aquello que buscan. Necesitan «palpar» que el espacio comunitario lo es porque, efectivamente, comparte todo, se planea y plantea todo en común, tiene horizontes comunes, esperanzas compartidas y compatibles y complicidad en su búsqueda. Estas son las comunidades generativas, capaces de crear, recrear y convocar. Por su-puesto no lo logran por su fuerza o número, sino por su fe, porque «la vida subsiste donde hay vínculo, comunión, fraternidad; y es una vida más fuerte que la muerte cuando se construye sobre relaciones verdaderas y lazos de fidelidad» (FT 87).
Comunidad en estado de misión
Ya el documento La vida fraterna en comunidad (VFC 1994), de la CIVCSVA, expresó con claridad hasta qué punto la comprensión de la misión exige la coherente interpretación de la comunidad. Es la misión la que convoca la comunión y la comunión la que hace posible la misión1. Sin embargo, esta identidad, no está suficientemente integrada en los procesos internos de las personas consagradas. Con frecuencia, se perciben interpretaciones muy parciales cuando se reduce la misión a determinados trabajos y la comunión a la sola convivencia en el espacio y el tiempo. La nueva comprensión de la persona y la conciencia de que la comunidad se apoya más en una experiencia vocacional que en un ejercicio de voluntad para compartir horarios, manifiesta la necesidad de una adecuada comprensión para este tiempo. Fratelli tutti, desvela una clave de la fraternidad un tanto «olvidada» en la vida consagrada y es que la comunidad, para serlo, tiene que expresar realmente el amor y no se puede conformar con la pura operatividad. Se trata, por tanto, de un cambio de mentalidad y expresión vocacional: «El amor al otro por ser quien es, nos mueve a buscar lo mejor para su vida. Solo en el cultivo de esta forma de relacionarnos haremos posibles la amistad social que no excluye a nadie y la fraternidad abierta a todos» (FT 94). La llamada a la comunidad consagrada no es una experiencia individual y la comunidad en sí una suma de individualidades. «Llamó a los que quiso…» (Mc 3), y al hacerlo los posibilitó para que se quieran y hagan posible una expresión de amor que no excluye a nadie y es, en verdad, una fraternidad abierta a todos. No es un juego de equilibrios o consensos, sino la vida compartida que se manifiesta cuando los principios evangélicos son principios operativos de valoración, reconocimiento y amistad.
Si hay equidad, hay comunidad
Nuestra cultura es especialmente sensible con las injusticias derivadas de la falta de equidad2. Necesitamos expresar, por tanto, que vivimos en comunidad de iguales donde uno solo es el Señor y Maestro. Es esta una de las inquietudes más graves para los consagrados hoy. Creo que es frecuente la pregunta al Espíritu, pidiéndole que nos ilumine en cada comunidad: «¿qué tenemos que hacer?», y creo, además, que es muy acertado hacerlo. El error puede estar en buscar la respuesta en los márgenes de la comunidad, en su acción externa o en la manifestación social del carisma. Quizá el Espíritu, esté esperando que la respuesta la formulemos en cada comunidad creando espacios verdaderamente nuevos marcados por la equidad y el reconocimiento mutuo. No se trata, evidentemente, de un proceso transformador que uniformice u homogeneice, porque sería un empobrecimiento del don comunitario, sino de un clima evangélico de reconocimiento y aceptación de la diversidad. Porque: «la igualdad (…) es el resultado del cultivo consciente y pedagógico de la fraternidad. Los que únicamente son capaces de ser socios crean mundos cerrados. ¿Qué sentido puede tener en este esquema esa persona que no pertenece al círculo de los socios y llega soñando con una vida mejor …» (FT 104). El Papa, hablando de la situación económica que tanta injusticia sostiene, afirma el poder de los «socios». Afinando en nuestra intención de liberar a la comunidad de «lastre no evangélico», hemos de reconocer que es el momento de desintegrar determinadas «sociedades limitadas» de socios y socias que aparentando tensión evangélica, en realidad, excluyen a otros y otras para hacer posible una fraternidad real. Si algo quiere celebrar y mostrar una comunidad de vida fraterna es un mundo abierto de posibilidad y encuentro. Los mundos cerrados donde se celebran los bienes excluyendo a los demás de su participación y gozo, es la raíz de la injusticia mundial.
Fragilidad compartida
La esencialidad de la comunidad de vida fraterna está en Quién la convoca. Esa es su fortaleza. Esa llamada a personas débiles, llenas de humanidad, convierte la comunión en una experiencia de insospechado valor. Es indudable que la vida consagrada de nuestro tiempo pertenece a la estructura más débil de la sociedad desde el punto de vista sociológico y desde el punto de vista cronológico. Este dato que en sí no nos aporta novedad, sin embargo, es necesario recordarlo, para que nos aporte lucidez y sindéresis. No sea que anhelando fortalezas de número y reconocimiento, estemos buscando otra cosa bien diferente a la comunidad de vida fraterna. En este sentido, efectivamente, es la comunidad para aquellos hombres y mujeres que saben que su única fortaleza y mérito reside en haber sido llamados. Comparten, por tanto, con naturalidad, la fragilidad en la que frecuentemente se encuentran. Por eso la comunidad, que es misterio de amor, tiene un poder evocador de verdad evangélica que no se puede ocultar. Por eso, los consagrados, encuentran en la expresión de su frágil vida compartida el mensaje transformador para una sociedad que necesita paradigmas no gastados para poder levantar la mirada. La vida consagrada tiene una oportunidad inédita para ofrecer la libertad de los espacios comunitarios que, desde la pobreza de sus miembros, puede ser evocación de otro estilo de vida bien realista y transgresor frente a la eficacia injusta de quienes se creen fuertes (cf. FT 109).
Comunidad lugar de realización humana
Entendemos la vida de las personas de manera integral. Las necesidades básicas no residen solo en el sustento, el descanso y la salud. Forma parte del derecho y deber de toda persona su aspiración más alta y es ser reconocido por ser quién es. Así, la comunidad de vida fraterna se desvela para nuestro tiempo como el lugar privilegiado de realización humana. No basta por tanto sobrevivir, sino la búsqueda y realización de espacios saludables para que toda persona crezca y sea feliz. Esto, por supuesto, exige acompañamiento y convivencia de calidad para favorecer el estímulo que conlleva que cada persona dé lo mejor de sí.
Estos principios no son nuevos. Quizá ahora estemos experimentando una cierta reducción de expectativas que consiste en tener cubiertas, únicamente, las necesidades básicas. El recorrido de un consagrado en su comunidad, sin embargo, necesita que ésta (la comunidad) forme parte de su verdad más profunda, de sus aspiraciones e identidad. Esta respuesta de fidelidad puede y debe ser exigida, cuando, a la vez, creativamente somos capaces de ofrecer espacios que cuiden estas dimensiones integrales de las personas. La comunidad no es solo un lugar de residencia. Es el lugar evangélico que encuentra una persona para ser ella misma. «Una sociedad humana y fraterna es capaz de preocuparse para garantizar de modo eficiente y estable que todos sean acompañados en el recorrido de sus vidas, no solo para asegurar sus necesidades básicas, sino para que puedan dar lo mejor de sí…» (FT 110).
La vida comunitaria y sus consecuencias
La vida comunitaria tiene consecuencias muy graves para la vida de las personas. No basta una mística de la fraternidad que celebre lo que juntos o juntas experimentamos. La esencialidad misma de la fraternidad tiene una fuerza de envío y transformación más allá de la propia comunidad. Así el compartir la Palabra, entrar en el discernimiento de la propia vida, ejercer la corrección fraterna ofrecida y acogida, la integración de la espiritualidad en la sucesión de los días… tienen consecuencias directas en la ofrenda al mundo. En el compromiso con aquellos que claman desde la necesidad. De lo contrario habríamos inaugurado espacios comunitarios asintomáticos cuya razón de ser es el autocuidado y la protección. «Esto hace ver que es necesario fomentar no únicamente una mística de la fraternidad sino al mismo tiempo una organización mundial más eficiente para ayudar a resolver los problemas acuciantes de los abandonados que sufren y mueren en los países pobres» (FT 165). La vida comunitaria es, en sí misma, el compromiso auténtico de pertenencia al mundo. Por eso, la experiencia de vida compartida en totalidad, hace de sus miembros personas enviadas y transformadas para ser en medio del mundo la voz de los sin voz; las manos que reciben a los pobres que esperan acogida; la compañía de los enfermos; la reivindicación de las mujeres a quienes no se les reconoce su dignidad o el compromiso con los niños a quienes se les ha robado el futuro.
No existe comunidad de vida fraterna con un horizonte reducido a sus cuatro paredes, ha de tener siempre abierta la mirada (y la puerta) para reconocer el envío para cooperar en la transformación universal.
1 Cf. VFC 2, 7c,55,58…
2 Cf. Gonzalo Díez, Luis Alberto, El fenómeno de la vida consagrada, PS, Madrid 2019, 382s.