También es válida la pregunta: ¿dónde no pone Jesús su corazón? Es claro que no lo pone en aquellas personas y actitudes que son contrarias al espíritu de las bienaventuranzas. Donde hay guerra, conflictos, odios, enemistades, explotación de personas, seguro que ahí Jesús no pone su corazón, porque no se identifica con esas situaciones. Si acaso pone su corazón en las víctimas de la guerra, en los odiados injustamente, en las personas explotadas y maltratadas.
Más allá de las malas y sensibleras representaciones de esta advocación, hay un fondo de verdad en ella que debemos mantener. El corazón como expresión de amor, en nuestro caso como expresión del gran amor de Jesús a cada ser humano. Un amor tanto más intenso, si es que se puede hablar así, cuanto más necesitada de amor está la persona. No es que Dios ame más a unos que a otros, porque a todos ama con todo su amor, que es divino. Pero ocurre que, en algunos momentos de la vida, y en algunas situaciones desastrosas en las que, a veces, nos encontramos, la necesidad de sentirse amados se hace más perentoria y necesaria. En este sentido podemos decir que Dios ama más a los pobres o a los enfermos, porque ellos están más necesitados de su amor.
Resulta oportuno recordar esta palabra de Jesús: “aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). Los cristianos estamos invitados a tener un corazón manso y humilde como el de Jesús. Manso, o sea, pacífico, no violento; como Jesús que, al ser insultado, no respondía con insultos. Humilde es el que se hace pequeño y no se considera superior a los demás. Como Jesús, que no retuvo su categoría de Dios, sino que se rebajó. Estamos llamados, como Jesús, a ser instrumentos de misericordia.