COVIDCIONARIO QUE LLEGÓ PARA QUEDARSE

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Giorgio Agamben afirma que el nexo entre las palabras y las cosas es performativo, en el sentido de que el acto verbal realiza el ser. Sin caer en el exceso, hay que reconocer que las palabras tienen su importancia. Algunas reiteradas estos días tendrán consecuencias en la etapa post-virus que esperamos iniciar.

Toda persona (también consagrada) utiliza, no sé si con precisión, pandemia, cepa, clúster, curva de contagio, o siglas como EPIs, SARS, ERTE y un largo etcétera imposible de pronunciar. Son palabras y expresiones difíciles, que sintetizan el tiempo más complejo de la historia reciente.

Ahora, por responsabilidad, forma parte del kit de misión la mascarilla, los guantes y el gel hidroalcohólico. Si le diésemos ese valor performativo a las palabras de Agamben, estaríamos anunciando que la consagración y su pasión transformadora ha de renunciar definitivamente a la palabra, al tacto y la proximidad.

Ha entrado en nuestras comunidades, aunque ya estaba, la «distancia social». Porque puede ocurrir que con algunas personas de nuestro mismo carisma ya antes de la pandemia fuese imposible la propagación de cualquier virus relacional porque no existía el roce. Sabemos que la distancia social se puede lograr rotando por los mismos espacios (¡y carismas!) sin interacción alguna. Me temo que esa «distancia social» seguirá siendo selectiva y asimétrica. Pasado el tiempo, permanecerá pero solo frente a aquellos o aquellas que hemos señalado como vidas de las que no hay que recibir nada.

La distancia social pretendía en la normativa sanitaria limitar la «propagación comunitaria» (¡otra expresión!). El peligro, sin embargo, para nosotros es que la praxis de contención de estos meses, efectivamente, nos predisponga para no aceptar la propagación comunitaria de la fraternidad. ¿Nos habremos acostumbrado a la mínima relación, mínimo contacto y mínimo contagio? Si así fuese, el sentido social en el que se asienta la comunidad consagrada, que es la pertenencia afectiva, habría enfermado definitivamente y en consecuencia estaría abocada a la nada. ¿Habremos inoculado un antivirus de no relación? ¿Reduciremos la expresión de nuestra comunitariedad a prestarnos servicios, compartir espacios o ayudarnos puntualmente cuando falla la salud?

Las autoridades nos introdujeron en un «estado de alarma» para responder a una situación de «emergencia de salud pública». ¿Cómo estaban nuestras comunidades en la primera quincena de marzo? ¿Cómo están hoy? Tras este tiempo en «cuarentena» expresiva, (confinados y aislados), ¿qué consecuencias de crecimiento o decrecimiento percibimos? ¿Se han fortalecido los vínculos o los miedos?

Ha aparecido con fuerza el «teletrabajo» y así, respondiendo a uno de los rasgos característicos de la consagración, se ha fortalecido la laboriosidad. Infinidad de horas de grabación, escritos y encuentros virtuales. Muchos minutos de auténtico trabajo para que, cuando se pueda, vuelva la misión. ¿Habremos cedido a la tentación, siempre presente, de  confundir disertación con misión; opinión con coherencia y solidaridad con retórica?

Pasados los meses, llegamos a la «desescalada». Y esta palabra de nuevo cuño –que la RAE terminará por admitir– puede tener, para los consagrados, un significado inquietante. ¿De dónde y de qué necesitan nuestras comunidades desescalar? ¿Y nuestra propia vida? ¿Qué escalada, cuidada y sostenida, no nos está permitiendo disfrutar de la vida en misión?

Para llegar a una «nueva normalidad» dicen los «gurús de la pandemia» no nos espera un camino fácil. Casi tan difícil como llegar a entender qué significa nueva normalidad. Intranquiliza mucho percibir que algunas personas lo único que esperan es que vuelva lo mismo y de la misma manera. Son aquellos y aquellas para quienes la cuarentena fue solo contención y aguante, pero en absoluto crecimiento. Dos meses, quizá tres, han conseguido poner todo un año, el 2020, en jaque. No parece de recibo que se quede el asunto en algo que pasó y que hay que olvidar para seguir en lo mismo. Durante estos meses y sus noches, ha estado activo el Espíritu. Ha sido él quien ha cuidado la entrega, quien ha llenado de esperanza la jornada. No ha pasado por las vidas posibilitando una resiliencia vengativa para continuar, pasado mañana, en un punto y seguido. Esa nueva normalidad la intuyo como un punto y aparte, con personas más fuertes y capaces para decir y decirse qué quieren, dónde, para qué y con quien… Será la nueva normalidad que de una vez, haga nuevas también unas instituciones que la cuarentena desveló sus profundas carencias.

Es importante saber hasta qué punto nuestra vida consagrada se ha «contagiado» de nueva visión porque aparentemente hay muchos y muchas «asintomáticos». También nosotros podríamos adaptar un estudio de «seroprevalencia» para determinar hasta qué punto nos agitan los valores de emergencia, agilidad, auténtica pobreza-solidaridad y osadía para lanzarnos a la vida. O aquellos otros de autoprotección, soltería e híper-cuidado que nos obligan a defendernos de ella. En este punto de la pandemia, ya no es tan importante el «pico» cuanto las consecuencias. Hay una naciente «hipocondría» que invita a la prevención y al miedo. Algo así como ponernos en «modo covid» y convertir lo que nos quede de vida en cuidadores de nosotros mismos. Es de suponer, por el contrario, que la mayor parte, motivados por la vocación que es riesgo, queramos volver a la vida para jugárnosla… porque de esta pandemia –como en el evangelio– hay una conclusión clara, solo gana quien sabe perder (Cf. Mt 16,26).