SEÑOR MÍO Y DIOS MÍO

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1920

En este II domingo de Pascua, con la resurrección casi estrenada no encontramos de nuevo con la duda.

Pareciese que a no había lugar para ella, que después de la luz que atravesó las tinieblas todo debería ser claro y diáfano, cierto

Pero para Tomás todavía no se había dado la Resurrección. El seguía desafiando su confianza anterior, se seguía sintiendo traicionado por aquel Maestro al que había seguido sin dudar.

Su resquemor llegaba hasta sus compañeros. A esas mujeres y hombres que le decían que habían visto a Jesús vencedor de la muerte.

No creía a nadie, quizás tampoco a sí mismo.

Pero otra vez, con la tozudez de la Vida Jesús vuelve a hacerse presente. Saluda con la paz (la de siempre, la que tanta falta nos hace) y se dirige a Tomás.

A él solo, en la comunidad pero fuera de la comunidad. Y e dice lo que ya sabe: que su carne resucitada es la suya, que su dedo tembloroso puede palparla y comulgar con el tacto (el primero y el único que lo hará, bendito Tomás).

Y acto seguido a Tomás ya no se sale ningún discurso, solo la sincera confesión de la intimidad imborrable a un Jesús frágil y hermoso, casi como la brisa: “Señor mío y Dios mío”.

Y ya no hay nada más que decir o que hacer porque ya está todo dicho y hecho en es instante fugaz y eterno que llega también hasta nuestros labios.

Feliz Pascua.