Muertes que no se pueden llorar porque no es debido porque en algunos lugares no puedes despedirte de tus seres queridos. Duelos que se van aplazando hasta que todo este termine o, mejor dicho, hasta que todo esto recomience.
En este contexto se nos presenta el evangelio de Lázaro que vale la pena leer y releer, saboreando su millones de matices: Jesús conmovido; Marta y María viviendo la muerte de distinto modo y en distintos grados de confianza; las palabras de una vida que tiene siempre capacidad de recomenzar, de uno u otro modo; lo horrendo de lo caduco que deja de serlo por la acción hermosamente frágil del amor…
Y las palabras de Marta: “Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano”. Una frase que nos recuerda que quizás no haya la posibilidad de estar en el lugar adecuado cuando llega la muerte. Que es pronunciada por muchas personas creyentes y no muy creyentes en un sentido de ausencia de Dios o de lejanía.
Pero para Jesús y su Padre (Dios de vivos y no de muertos) tanto dan cuatro días que un millón de años. La muerte ya está vencida en la soledad del madero que está convertido en árbol de vida de una vez para siempre. No importa el lugar (aunque es mucho más doloroso cuando no te puedes siquiera despedir), importa la promesa siempre cumplida.
Hoy para algunos muertos y para sus vivos no hay siquiera sepulcro al que acudir. Pero (ojalá) esperanza de resurrección, de entrever que la vida se va abriendo camino entre tanta muerte. Camino casi invisible por todo lo que está pasando, pero sendero transitable en el amor que no se apaga nunca.
Ojalá que lo podamos creer así y que entre nuestros reproches a Dios también se nos cuele esa brizna de esperanza de decirle: “Sé que estuviste ahí con él o ella y que estás con nosotros”. Ojalá.