Desde hace algunos años, sin embargo, no pocos claman: “¡Podemos!” “We can!” “¡Otro mundo es posible!” “¡Se puede!”. No se trata de un clamor por el poder militar, o económico, sino por el poder moral, por la transformación política y ética de la sociedad. Se desea crear una “constelación de fortalezas”.
También en el ámbito individual existe un clamor contra la depresión, el encerramiento en uno mismo, el nihilismo. Los programas y libros de autoayuda así lo piden: “Llega a ser lo que eres” (Píndaro); “Llega a ser quien eres” (Fichte), “Llega a ser el que podrías ser” (¡todo un arte!); “Llega a ser el que serás” (¡la gracia!). Existe un “ascetismo laico” que intenta “empoderar” al ser humano.
En la vida consagrada, se escuchan así mismo voces que nos dicen que “otra vida consagrada es posible”. Pero ¿dónde encontrar la fuerza para que ese sueño se realice?
Tiene sentido meditar –en este contexto– sobre la virtud y el don de la “fortaleza”. Hagámoslo –en este día de retiro– en tres momentos:
– La virtud humana de la “fortaleza”.
– La fortaleza, don del Espíritu y alianza de energías.
– Comunidades: constelaciones de fortaleza.
La virtud humana de la “Fortaleza”
Las fortalezas
Llamamos “fortaleza” a una construcción sólida que nos defiende del enemigo o de la adversidad; utilizamos varios nombres para hablar de ella: fortificación, alcazaba, alcázar, castillo, torreón, fuerte, muralla, baluarte, bastión, ciudadela, búnker… También quienes formamos parte de la vida consagrada disponemos de fortalezas donde recluirnos: monasterio, convento, celda, habitación, clausura…
La Biblia habla con frecuencia de las “fortalezas”: algunas enemigas1; otras propias del pueblo de Dios: el templo, que David preparó para Dios y que Salomón llevó a término, era una “fortaleza para el Señor Dios”2; las fortalezas construidas en tiempo de los Macabeos para defender al pueblo3. También se dice, que cuando el pueblo fue infiel a la Alianza, Dios destruyó sus fortalezas (Lam 2,2.5).
La fortaleza como virtud moral
La imagen de las fortalezas o fortificaciones nos lleva (¡metáfora!) a hablar de otro tipo de fortaleza: la interior; aquella que nos defiende de todo aquello que nos puede herir.
Recurrimos a la fortaleza porque somos vulnerables, muy vulnerables. Ahí están las enfermedades que nos pueden atacar: sean de tipo corporal o espiritual. Ahí están los accidentes o calamidades que nos pueden advenir o las ofensas y humillaciones que nos pueden inferir. Sentimos la muerte como máxima expresión de nuestra vulnerabilidad: la muerte anticipada en la depresión, en las enfermedades más serias, en las muertes del alma. Que somos vulnerables significa que el mal existe y nos circunda.
El poder del mal se anuncia siempre como terrible. Combatirlo nos aterra. Y lo podemos combatir con nuestra fortaleza, a través de la resistencia o del ataque. Decía san Agustín que “la fortaleza es un testigo incontestable de la existencia del mal”. La fortaleza es la respuesta nuestra a la vulnerabilidad. El valiente arrostra las dificultades, cuenta con la posibilidad de ser herido, está incluso dispuesto a caer en combate.
Con las armas del bien
La fortaleza, sin embargo, no se identifica con el masoquismo. El fuerte no sufre por sufrir. No desprecia la vida, sino que la defiende, pero con las armas del bien, de la rectitud. Lo que le importa es realizar el bien, aunque ello le comporte heridas.
La fortaleza no debe fiarse de sí misma4. La fortaleza ha de estar regulada por la prudencia: no por la temeridad: quien vive peligrosamente y se expone a morir5; ni por la cobardía: quien tienen un enfermizo afán de seguridad, quien ama demasiado su vida… ¡acabará por perderla!
La virtud de la fortaleza regula nuestra vida emocional. Busca obtener un bien especial para la naturaleza humana: firmeza, tenacidad, perseverancia. La virtud de la fortaleza procede de un principio natural, que pre-existe en nosotros; las semillas naturales de la virtud.
El hábito de la fortaleza: forma habitual de ser y actuar
La fortaleza prepara a la persona a actuar en circunstancias arduas, contra la cobardía. Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios (Lc 18,26-27). Decía el papa san Juan Pablo II en su catequesis sobre la necesidad de la virtud de la fortaleza en nuestro tiempo, que:
“Esta virtud encuentra poco espacio en una sociedad en la que está difundida la práctica tanto del ceder y del acomodarse como la del atropello y la dureza en las relaciones económicas, sociales y políticas. La timidez y la agresividad son dos formas de falta de fortaleza que, a menudo, se encuentran en el comportamiento humano, con la consiguiente repetición del entristecedor espectáculo de quien es débil y vil con los poderosos, petulante y prepotente con los indefensos”6.
La fortaleza no es la ausencia de miedo… sino la capacidad para afrontar todo lo que nos hace temblar. La fortaleza no ignora el peligro, sino que lo aguanta, lo resiste por amor al bien; es virtud del primer instante, pero sobre todo es virtud de la perseverancia, que afronta la adversidad y lucha contra ella hasta el final. Por eso, la fortaleza es una virtud, es un hábito que surge a partir de actos de fortaleza continuados y generan un estilo, una forma habitual de ser fuerte. La audacia es esporádica, episódica, eventual. La fortaleza reprime los temores del miedo y modera las exageraciones de la audacia. Por eso, la fortaleza es una virtud tan alabada en la poesía, las artes figurativas, los medios de comunicación.
La fortaleza nos vuelve valientes. La valentía se ve negada cuando somos presa de la depresión, el decaimiento, la flaqueza, la languidez, el agotamiento, el desfallecimiento. La fortaleza es el fundamento de la audacia; y la audacia es el punto medio entre el miedo y la temeridad (Aristóteles7).
En cuanto virtud, la fortaleza eleva el ser de la persona, la conduce hacia lo último a lo que el ser humano puede aspirar. En cuanto virtud, la fortaleza es una inclinación íntima a realizar el bien a la que es fácil obedecer.
La fortaleza en el Catecismo de la Iglesia Católica
El Catecismo de la Iglesia Católica, en sintonía con la tradición eclesial cataloga la fortaleza como una de las virtudes morales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza). La fortaleza asegura firmeza en las dificultades y constancia en la búsqueda del bien. La fortaleza energiza la resolución de resistir a las tentaciones y superar los obstáculos en la vida moral. La fortaleza permite vencer el temor –incluso a la muerte– y hacer frente a las pruebas y persecuciones. Finalmente, la fortaleza es la virtud de los mártires que renuncian y sacrifican su propia vida en la defensa de una causa justa (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1908).
La fortaleza, don del Espíritu de la Alianza
Demos un paso más. Contemplemos, ahora, la virtud de la fortaleza en la perspectiva de la Alianza del Dios “todopoderoso”, “santo y fuerte” con su Pueblo, con la Iglesia de su Hijo.
En Alianza con Dios “nuestra fortaleza”: don y virtud
La Biblia evoca con frecuencia la fortaleza de Dios: su brazo poderoso (Ex 15,16), su inigualable y sublime fortaleza (Job 37,23). Dios da fortaleza a su Ungido (1 Sam 2,10) y sobre Él reposa el Espíritu del Señor, que es “espíritu de fortaleza” (Is 11,2; 28,6; 49,5).
La Biblia añade que Dios da fortaleza a quienes a Él se acogen, en Él se alegran (Sal 31,4) y a Él invocan (Sal 18,2.3), porque Dios ha establecido una Alianza con su pueblo y comparte su fortaleza con quienes acogen su alianza:
“No digas en tu corazón: mi fuerza y el vigor de mi mano me han hecho alcanzar este poderío. Acuérdate del Señor, tu Dios, porque es Él quien te da la fuerza para hacerte poderoso, manteniendo la alianza que juró a tus padres, como hasta el día de hoy” (Dt 8,17-18).
El libro de los Jueces lo recuerda con frecuencia: que el ser humano no se salva por su propia fuerza, sino la que recibe de Dios (Jue 6,14; 7,2; 16,6). El Apocalipsis lo proclama: “El poder y la fortaleza pertenecen a nuestro Dios por los siglos de los siglos” (Ap 7,12).
La fortaleza en nosotros es considerada como un don de Dios, como una energía divina que los seres humanos compartimos cuando vivimos en Alianza con Él. La segunda carta a Timoteo invita a quien ha recibido el ministerio a dar gracias a Jesucristo porque ha recibido “no un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y templanza” y porque “en los sufrimientos por el Evangelio experimenta la fortaleza de Dios” (2 Tim 1,7.8).
La fortaleza nos prepara para actuar en circunstancias arduas contra la cobardía. Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios (Lc 18,26.27).
La fortaleza, don del Espíritu Santo
El don de la fortaleza –entendido desde la alianza que Dios establece con cada uno de nosotros– nos vuelve cómplices de la fortaleza de Dios. Ya no luchamos solos. No llevamos solos la carga. Hay Alguien a nuestro lado. ¡Qué bien lo expresó Jesús cuando dijo!:
“Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera” (Mt 11,28-30).
Jesús nos habla de la Alianza que nos hace fuertes, que todo lo facilita, porque Él lleva la carga con-yugado con nosotros. El Espíritu de Jesús crucificado y resucitado es derramado en nuestros corazones como “fortaleza de Dios”. Por eso podemos exclamar: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Filp 4,13).
Cuando nos veamos sometidos a enfermedades físicas o psíquicas, a dificultades en la misión, problemas en la comunidad, cuando experimentemos –como Jesús en Getsemaní (Mt 26, 41; Mc 14, 38)– la debilidad de nuestra carne, invoquemos al Espíritu Santo para que derrame en nosotros la fortaleza divina. Entonces podremos decir que “cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12,10).
El don de fortaleza en el martirio
La expresión suprema de fortaleza consiste en luchar por la causa de Jesús y perder el miedo a la muerte. “¿Dónde está, muerte, tu victoria?” (1 Cor 15,55). La pérdida del miedo a morir por una causa justa es ya el comienzo de una transformación y de los cambios más insospechados dentro del mundo. Quienes se sienten libres del temor a la muerte, son las personas más arriesgadas y capacitadas para crear futuro más allá de la muerte.
Jesús fue un hombre valiente, que no temió la muerte: “Si he hablado mal, dime en qué; pero si no, ¿por qué me hieres?” (Jn 18,23). Tomó partido por el reino de Dios y no por el reino de este mundo. Oró por quienes le crucificaron y hasta los excusó por su ignorancia (Lc 23,34). Jesús se opuso a la opresión, a la violencia; se puso de parte de la libertad, de la justicia, de la inclusión. Se mostró valiente ante el miedo en Getsemaní y en el Calvario: “Padre, si quieres, pasa de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42). Allí experimentó la fuerza de Dios: “y un ángel lo fortalecía – “ἐνισχύων αὐτόν” (¿no sería el Espíritu Santo?) (Lc 22,43).
“La predicación de la cruz –escándalo para los judíos y necedad para los gentiles– es un Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Cor 2,18.22-24).
Esta es la fortaleza de la verdadera vida consagrada: de aquella que sigue a Jesús hasta la cruz: la Iglesia del Cristo crucificado. Han sido muchas las personas en la vida consagrada –comprometidas en todo campo del apostolado y de la vida social– que han sufrido el martirio del cuerpo y del alma, en íntima unión con el Espíritu Santo y la Mater Dolorosa. ¡Ellos lo han superado todo gracias a este don del Espíritu! El martirio no es considerado como una derrota, sino como una victoria. ¡Qué bien lo expresó Tertuliano cuando escribió!:
“Allí donde somos pasados a cuchillo, triunfamos; y cuando se nos lleva ante el juez, quedamos en libertad”8.
¡Qué pena cuando tantos de nosotros gastamos más tiempo en esquivar problemas que en afrontarlos y resolverlos!
Comunidades: “constelaciones de Fortaleza”
Hacia la utopía de la vida bienaventurada “en comunión”
Las bienaventuranzas nos presentan “otro mundo posible”, otro paradigma existencial de vida consagrada:
“Solo podemos vivirlas si el Espíritu Santo nos invade con toda su potencia y nos libera de la debilidad del egoísmo, de la comodidad, del orgullo”9.
La sintonía y sinergia entre la fortaleza de Dios y la nuestra harán posible lo imposible. Pero no es solo cuestión de personas estelares, que nos deslumbren con su fortaleza. Es cuestión de comunidades-constelación.
La fortaleza es mayor cuando se vive en comunión y, por lo tanto, está estrechamente vinculada con la comunidad. En comunidad nos fortalecemos unos a otros. En el aislamiento difícilmente venceremos nuestra concupiscencia y las asechanzas del Maligno10.
Así lo reflejan muchas comunidades santas del pasado y del presente. En la comunidad se experimenta la presencia mística del Señor resucitado. Por eso, la comunidad es fuente de fortaleza. Ella nos hace salir de nuestros ego-sistemas, y nos sitúa en el eco-sistema del Espíritu: “Esto ocurría en la comunidad santa que formaron Jesús, María y José, donde se reflejó de manera paradigmática la belleza de la comunión trinitaria”, o en la comunidad de Jesús con sus discípulos y discípulas11.
La lucha espiritual en la vida consagrada
La vida consagrada tiene en sí misma su peor enemigo: el aislamiento, el individualismo, la debilitan hasta extremos impensables. En cambio, la comunión de todos nos hace pasar del sistema “estrella” al sistema “constelación”, donde la “unión hace la fuerza”. Entonces las comunidades, los institutos, se convierten en constelaciones-fortaleza. Generan una energía impensable que, emerge, sobre todo en los momentos de peligro.
Nunca comprenderemos en esta tierra el misterio del mal. Es una realidad misteriosa, que no sabemos cómo explicar, pero que es el origen de tanta fuerza destructiva, como nos acosa12. Es una fuerza destructiva que nos envenena con el odio, la tristeza, la envidia, los vicios; y así destruye nuestra vida, nuestras familias, nuestras comunidades, nuestras naciones porque «como león rugiente, ronda buscando a quien devorar» (1 Pe 5,8).
En Alianza y comunión con el Espíritu de Dios, nos corresponde a nosotros, entrar en lucha constante. Hacer crecer en nosotros ese instinto interior de la virtud de la fortaleza. Pero en esa tarea, no estamos solos. El Espíritu viene en nuestra ayuda porque no sabemos luchar como conviene. El Espíritu Santo nos dota de armas poderosas: la fortaleza que deriva de la oración, el poder que inocula en nosotros la Palabra de Dios meditada y acogida, la energía que se desprende de la comunión eucarística con el Cuerpo y la Sangre del Señor, la purificación que desata en nuestro interior y en la comunidad la reconciliación sacramental, el poder contagioso de las obras de caridad, de la vida comunitaria, del empeño misionero. Estas armas son las armas del amor.
“Da más fuerza sentirse amado, que creerse fuerte”13.
1 Las ciudades de la tierra prometida –Jos 14,12–, fortaleza de Sión que David conquistó –2 Sam 5,7.9.17–, fortalezas extranjeras destruidas por los macabeos–
1 Mc 5,65; cf. Is 23,11.
2 Cf. 1 Cro 29,1.19.
3 1 Mac 9,50.
4 San Ambrosio, De Oficiis, I, 35.
5 Santo Tomás de Aquino, II-II, 125, 2, ad 2.
6 San Juan Pablo II, Catequesis del 14 de mayo de 1989.
7 Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1142b 4.
8 Tertuliano, Apologeticum, 50; cf. Repensar las virtudes, Ediciones internacionales universitarias, Madrid, 2002, p. 149.
9 Papa Francisco, Gaudete et Exultate, n.63.
10 Papa Francisco, Gaudete et Exultate, 140.
11 Papa Francisco, Gaudete et Exultate, 143.
12 Papa Francisco, Gaudete et Exultate, 160.
13 Carlos Díaz, Repensar las virtudes, Ediciones internacionales universitarias, Madrid, 2002, pp. 133-134.
Un relato (anónimo)
Un día un ángel se arrodilló a los pies de Dios y habló:
Señor, visité toda tu creación. Estuve en todos los lugares. Vi que eres parte de todas las cosas. Y por eso vine hasta Tí Señor para tratar de entender. ¿Por qué cada una de las personas sobre la tierra tiene apenas un ala? Los ángeles tenemos dos. Podemos ir hasta el Amor que el Señor representa siempre que lo deseamos. Podemos volar hacia la libertad siempre que queramos. Pero los humanos con su única ala no pueden volar. No podrán volar con apenas un ala.
Dios respondió: Sí, ya sé eso. Sé que hice a los humanos solamente con un ala.
Intrigado el ángel quería entender y preguntó: ¿Pero, por qué el Señor dio a los hombres solamente un ala cuando son necesarias dos alas para que puedan volar?
Sin prisa, Dios respondió: Ellos sí pueden volar, mi ángel… e incluso más y mejor que nuestros Arcángeles… Para volar, mi pequeño amigo, tú precisas de tus dos alas… Y aunque libre, tú estás solo… Más los humanos… Los humanos con su única ala precisaran siempre dar las manos a alguien a fin de tener sus dos alas. Cada uno ha de tener un par de alas… Cada uno ha de buscar su segunda ala en alguien, en algún lugar del mundo… para que se complete su par. Así todos aprenderán a respetarse y a no quebrar la única ala de la otra persona porque pueden estar acabando con su oportunidad de volar. Así mi ángel, ellos aprenderán a amar verdaderamente a la otra persona… Aprenderán que solamente permitiéndose amar, ellos podrán volar. Solamente a través del amor podrán llegar hasta donde estoy… Así como lo haces Tú, mi ángel. Ellos nunca, nunca estarán solos al volar.
Sugerencias para la Reunión comunitaria
Compartimos los sentimientos que cada parte de la reflexión de hoy nos suscita:
1) La virtud humana de la Fortaleza. 2) La Fortaleza, don del Espíritu de la Alianza.
3) Comunidades: constelaciones de la Fortaleza.
¿En qué medida enriquece esta meditación mi proyecto de vida personal, y nuestro proyecto comunitario? Compartimos nuestras propuestas.
Oramos con especial atención el “Veni creator Spiritus”, o la secuencia de Pentecostés “Ven, Espíritu Santo”.