ANTE LA CELEBRACIÓN DE LA JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA 2020

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La revolución (silenciosa) de la vida consagrada

La celebración de la Jornada de la Vida Consagrada marca el mes de febrero en las agendas de la Iglesia. Un año más, se subrayan acentos, agradecimientos, búsquedas y necesidades a una forma de seguimiento de Jesús siempre sorprendente, actual y necesaria.

Se celebra el convencimiento de que, efectivamente, un grupo en medio de la comunidad eclesial siente cómo «sus ojos han visto al Salvador». Y es precisamente desde esa visión desde donde pueden seguir soñando y formulando una profecía siempre desconcertante. Si no hubiese tal visión estaríamos hablando de un proyecto concluido, una experiencia acabada al mismo ritmo que algunas obras que hoy son dejadas o transformadas. Por eso quienes se acercan a la vida consagrada «sin visión» solo alcanzan a relatar números en descuento, envejecimientos imparables y desapariciones. Quienes, por el contrario, ven algo más, saben que los carismas no mueren nunca y adquieren nuevos rostros y posibilidades que anuncian que esta forma de ser y entender la pertenencia al Pueblo de Dios, siempre permanecerá.

No solo podemos estar esperanzados, sino que la esperanza es la única medida posible para una vida que pretende ser la expresión sensible de la esperanza de Dios con su pueblo. La Conferencia Episcopal Española de manera certera, ilustra la jornada con una documentación pedagógica que insiste precisamente en la esperanza como virtud de lectura y configuración de la vida consagrada con María ante la realidad que sufre.

No es el lugar de la vida consagrada sumarse a la cadena de sufrimientos de sus contemporáneos, sino la palabra profética que mueve los corazones y los brazos para hacer frente a todo sufrimiento. No son los consagrados los expertos en el recuento de los sufrimientos de la humanidad, sino el antídoto sereno de todo sufrimiento para que brote la esperanza. No es, en definitiva, la vida consagrada la opción de aquellos y aquellas que recurren a una esperanza que no viven, sino que expresan con su compromiso vital que no podrían ser de otro modo sino agradecidos y agradecidas porque han visto, en propia carne, que Dios es su salvación y la vida consiste en comunicarlo.

Hay una cuestión que no se nos escapa. A veces interpretamos las posibilidades de la misión desde las fuerzas humanas. La constatación de que nuestros carismas en el presente se encarnan en cuerpos frágiles y ancianos, en ocasiones, reducen la reflexión al lamento. Es evidente que hemos de asumir la realidad que nos pone en tesitura de minoridad y también hemos de serenar nuestra pasión transformadora que requiere una fuerza que hoy no tenemos. Ambas realidades, ancianidad y fragilidad, son también expresiones del querer del Espíritu para nuestro tiempo. Hay «verbos de transformación» que empiezan a adquirir una vitalidad insospechada: aprender, escuchar, iniciar, innovar, inaugurar… Es como si el Espíritu viniese insistiendo que a este tiempo no le sirve el solo recuerdo, necesita el gesto, la virtualidad, el compromiso inédito, la novedad. Y ahí es donde curiosamente la vida consagrada de esta era está bien preparada para la profecía. Conocemos el recuento de los personajes bíblicos donde Dios hace aparecer la fecundidad en la ancianidad; la voz en los sordomudos; la alegría en la tristeza; la presencia del Reino en la pequeñez. Se manifiesta para nosotros como una pedagogía excelente. Así, allí donde la debilidad se hace más palpable, también por su gracia pueden nacer las decisiones arriesgadas que necesita nuestra opción de vida.

Somos en medio del Pueblo de Dios una parcela débil que, sin embargo, necesita dejar de hacer balance de sus debilidades. Es el momento propicio para levantar la mirada y «aprender a vivir y agradecer» sin dejarnos llevar por nostalgias. Quizá la gran misión de una vida consagrada que esté dispuesta a inaugurar nuevos caminos consista en aprender a escuchar la realidad. Así lo reconocía el papa Francisco ante una congregación en su capítulo general: «Y me viene tan lindo eso de Jesús cuando se hizo el “tonto” con los que se escapaban de Jerusalén a Emaús: se les puso al lado y acompañó, acompañó todo un proceso, hasta que ese corazón frío se volvió a calentar y ardía el corazón, y se dieron cuenta. Acompañar los momentos de alegría, acompañar la felicidad de los matrimonios, de las familias. Acompañar los momentos duros, los momentos de cruz, los momentos de pecado. Jesús no le tenía miedo a los pecadores, los buscaba. Los van a criticar: “Éste es demasiado avanzado, éste es imprudente…”. Acompañar. Acompañar a la gente, acompañar tantos deseos que el Señor siembra en el corazón, dejarlos que crezcan bien»1. Porque quizá nunca, como ahora, fuimos tan libres y «pequeños» para acompañar, sin pretender enseñar.

Otra clave de «novedad» para nuestro momento es cualificar nuestra vida juntos. El envejecimiento de nuestros cuerpos no significa envejecimiento de estilos, todo lo contrario. Es una oportunidad privilegiada para recuperar la hondura de la humanidad que sustenta la consagración y dar otro valor a las relaciones fraternas. Es la construcción de hogar comunitario que invite a estar, soñar juntos, reír y, cuando llegue, sufrir juntos. Hace no mucho, en un diario de tirada nacional, apareció una carta a la dirección, insólita. No protestaba por nada ni contra nadie. Hablaba de su vejez y el significado nuevo que esta etapa estaba dando a su vida. En ella, llega a afirmar el autor que en esta etapa: «Solo no nos duelen nuestras ganas de amar». Y me hizo pensar en el número importante de hermanas y hermanos que en nuestras comunidades han tenido una preparación larga para llegar a descubrir que lo único que no les duele son las ganas de amar. Dice así:

«A los 87 años me siento con tantas ganas de aventuras y de vivencias como siempre. Pero poco a poco el coche me va fallando. Ya solo me entra la primera. Las ruedas están sin casi presión. Amaga con no arrancar más. Le fallan las luces. En el taller ya no pueden arreglarme nada más. Y sobre todo no puedo comprarme un coche nuevo. Esto, con mucho, es lo peor. No quiero adaptar mi vitalidad a las pocas cosas que aún me permite hacer mi decrépito cuerpo. Este es nuestro problema de viejos. Es inadmisible para muchos adaptarnos a no hacer casi nada, despacito y con dolores. Solo no nos duelen nuestras ganas de amar. Es un descubrimiento ver que ahora –cuando ya no competimos– es cuando mejor podemos ser amables, comprensivos, estimadores, estimuladores. Demostrar a cada vecino lo muy digno que es que se (le) valore. Interesante tarea de viejos»2.

Quizá, efectivamente, es ahora, pasada la competición, cuando podamos ofrecer un testimonio bien armónico y real de amabilidad, comprensión, estima y estímulo… Una auténtica revolución silenciosa para nuestras comunidades.

 

1 Francisco, Discurso espontáneo a los Misioneros Claretianos. Capítulo General (11.09.2015). http://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2015/september/documents/papa-francesco_20150911_missionari-clarettiani.html

2 Osés Azcona, Pablo, Cosas de viejo, Cartas a la directora, Diario El País (13.01.2020).