El término “eros” indica un amor apasionado que busca la presencia y la compenetración con el otro. Benedicto XVI, en su primera encíclica (Deus caritas est), rehabilitó la palabra “eros” como una buena expresión del “amor apasionado de Dios por su pueblo”, y califica a Dios de “amante con toda la pasión de un verdadero amor”. Recordemos que el Cantar de los cantares (6,3) canta en términos de entrega mutua el amor de Dios para con su pueblo: “yo soy para mi amado y mi amado es para mí”. Dios y el hombre son el uno para el otro. En este ser el uno para el otro, la persona humana, lejos de quedar anulada, queda supremamente potenciada en su propia humanidad; y Dios, lejos de quedar empequeñecido, manifiesta lo que es, un Dios que no puede más que amar, porque la relación es un elemento constitutivo de su ser. “Se da ciertamente una unificación del hombre con Dios”, dice Benedicto XVI, pero en esta unificación ninguno queda anulado, los dos “siguen siendo ellos mismos”, pero potenciados.
“Con su Encarnación, Dios se ha unido con todo hombre”. Así se expresa el Magisterio del Vaticano II y de Juan Pablo II, inspirándose en la teología patrística. La Encarnación es, sobre todo, un misterio de amor, cuya iniciativa está en Dios. Entender la encarnación desde la perspectiva del pecado es hacerse una pobre idea de Dios y una pobre idea del hombre. La Encarnación no es algo coyuntural; es, como dice Juan Pablo II, “la dimensión que Dios quería dar a la vida humana desde sus comienzos”. La Encarnación sólo se entiende desde la perspectiva del amor, de un Dios que crea un ser a su imagen para poder amar y ser amado y, por eso, desde el comienzo de la historia, va en busca del ser humano, buscando una respuesta a su amor.