ESE LENTO ACOSTUMBRARSE EL ESPÍRITU A MORAR EN LA CARNE (PROPUESTA DE RETIRO)

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(Carlos Gutiérrez Cuartango). «Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles» (Bertolt Brecht). Estas palabras nos interrogan acerca de la comunión de amor a la que somos convocados. Nos invitan a reflexionar sobre nuestros amores, los que están probados, los que tienen solera, que no son los de un día, o los de un año, ni siquiera los de muchos años, sino los de toda la vida, porque es tarea de toda la vida el aprendizaje y el crecimiento en el amor. Y esto, no por obligación, sino porque creemos que en la medida en que aprendemos a amar, y a amar con un amor misericordioso, aprendemos también a vivir según el Espíritu y es eso, precisamente, lo único que nos hace felices.

Las cosas de Dios son lentas. Bueno, esa es a menudo nuestra percepción, porque sus ritmos y los nuestros no coinciden. En este sentido podríamos hablar de ese lento acostumbrarse el Espíritu a morar en la carne (Ireneo de Lyon), que citábamos en el retiro anterior y que puede ayudarnos a entender el itinerario espiritual como un proceso en el cual cada paso cumple una función y está cargado de sentido. Desde el comienzo de mi andadura monástica ha resonado en mis oídos una frase de mi maestro de novicios: “Los novicios parecen santos, pero no lo son; los de la edad mediana ni parecen santos ni lo son; y los mayores no lo parecen, pero lo son”. Este proceso es el que nos conduce al puerto deseado: ser misericordiosos, es decir, expertos en ternura, hombres “humanizados”, que ponen cuidado maternal en todo lo que proyectan y hacen.

En el proceso de nuestra vida consagrada nos podemos encontrar con diversas etapas más o menos diferenciadas, que se corresponderían con las propias del ciclo vital de los seres humanos. De esta manera, podríamos hablar de la dependencia, que estaría en paralelo con la niñez; de la antidependencia, se correspondería con la adolescencia; de la independencia, coincidiría con la juventud; y de la interdependencia, que se ajustaría a la edad adulta.

Ahora intentaré describir lo que según mi experiencia va aconteciendo en cada una de las etapas, en este proceso cuyo objetivo es convertirnos en hombres y mujeres cabales, en personas misericordiosas. Me gustaría señalar, antes de pasar adelante, que lo que se va a decir a continuación es solamente una aproximación, un mapa orientativo, en ocasiones un tanto exagerado e incluso hasta caricaturesco, del que podemos prescindir. Lo importante es el aprendizaje que se va realizando. Estas etapas forman parte del proceso y, como tales, no se pueden soslayar si lo que verdaderamente queremos es convertirnos en religiosos adultos, con un corazón ensanchado (Prólogo de la Regla de San Benito). Es necesario vivir en cada fase lo propio de dicha etapa, si bien, con una apertura y acompañamiento hacia la siguiente. Es también importante aprender a hacer una lectura espiritual del proceso, para entender que es así como funciona la pedagogía misericordiosa de Dios y, de esta manera, descubrir su paso a través de las diversas fases, comprendiendo la propia biografía como “historia de salvación”. Esta va a ser la cosecha resultante de una vida gestada y desarrollada en el Amor Misericordioso de Dios.

Dependencia

Sería la niñez de la vida consagrada. La actitud global de la persona es la de la sumisión. Pero no debemos verlo en un sentido peyorativo sino más bien al contrario, ya que dicha actitud está revelando la decisión consciente, voluntaria y sincera de “poner toda la carne en el asador” y de no guardarse nada para sí. Es cierto que existen motivaciones inconscientes para adoptar esta actitud (como por ejemplo: las necesidades de integración y pertenencia grupal, de sentirse acogido y valorado, y el deseo de identificarse con el ideal, creyendo que lo tenebroso ha de ser eliminado pues en la propia vida todo debe ser luminoso) que, lógicamente, serán objeto de purificación a lo largo de todo el proceso, pero que por el momento no está en nuestra mano verlo ni afrontarlo.

La imagen de Dios se ajusta perfectamente al momento psicológico que se vive, de tal manera que se manifiesta como el Omnipotente, el cual responde absolutamente a todos nuestros deseos. Es así como el deseo de omnipotencia infantil (S. Freud), propio de la persona que aún no ha conquistado su estado adulto, campea por sus fueros en esta primera etapa. Tampoco se debe ver este aspecto peyorativamente, sino como parte integrante y necesaria pero transitoria de todo el proceso global de personalización. En esta etapa:

  1. a) Se vive una fase de “idealización” muy semejante a un enamoramiento, que por su misma definición es transitoria. Se está cargado de tanta fuerza y energía que el auto-concepto y la imagen de la comunidad son inmejorables.
  2. b) En íntima relación con lo anterior, y aunque en muchos casos no se sea consciente, da la sensación de “encontrarse en una nube”, como envuelto entre algodones, lo cual produce una visión positiva de todo lo que le rodea.
  3. c) Esta situación genera la convicción de “estar ya en el lado luminoso de la vida”, en el que las tinieblas han desaparecido y hay ausencia de problemas y preocupaciones.
  4. d) Y como consecuencia “el camino se hace ligero y fácil”, porque incluso las dificultades son franqueables debido a la fuerza experimentada.

La formación en esta etapa debe estar orientada por una parte, a que se afiance en ella y, por otra, a empujarla hacia adelante intentando provocar el paso a la siguiente.

Antidependencia

Coincidiría con la adolescencia de la vida religiosa. Pasada la fase de la sumisión, viene la etapa de la rebeldía, en la cual, de una manera casi sistemática, la persona se coloca en una postura de oposición. Así como la etapa anterior estaba dominada por “un sí incondicional a todo”, por contraposición, en ésta sobresale “un no sistemático a todo”. La idealización, “todo es maravilloso”, ha ido dejando paso al propio descubrimiento de la realidad y ahora se impone la decepción que, por contraste, genera un cambio radical en la percepción, marcada por la decepción negativa. No cabe duda de que ambas percepciones son parciales y fragmentarias y, como tales, no abarcan honestamente la realidad.

Este cambio tan radical es perfectamente lógico puesto que la persona se siente engañada, aunque nadie le haya mentido, cuando lo cierto es que ha sido víctima de una visión ilusoria de la realidad, producto de su percepción fragmentada. Es lo propio de cualquier idealización, aquello de que cuanto más alto colocamos un objeto, a una persona o a una institución, más riesgo corremos de que el tortazo sea mayor. Y una vez más se comprueba que “los extremos se tocan”, es decir, que la sumisión y la rebeldía son “las dos caras de la misma moneda”, manifestadas con distinta polaridad, pero ambas atadas al mismo objeto.

La imagen de Dios que caracteriza esta etapa, la podríamos sintetizar con aquella queja del profeta Jeremías: te me has vuelto arroyo engañoso de aguas inconstantes. Dios va dejando de ser el garante absoluto del deseo de omnipotencia infantil, con lo cual se producen actitudes religiosas encontradas: una, que se atribuye la responsabilidad a sí mismo, generando sentimientos de culpabilidad e infidelidad; y la otra, que atribuye la responsabilidad a Dios, que bien calla o se ausenta, o bien es un timador imperdonable.

Esta fase representa un paso adelante, puesto que supone el inicio de la capacitación de un sentido crítico en el que el sujeto comienza a ser el protagonista de sus descubrimientos, aunque éstos sean realizados desde una actitud reactiva y, por lo tanto, condicionada y no libre.

En esta etapa:

  1. a) “Se va desvaneciendo el sentimiento de enamoramiento”. Las cosas no son ya ideales e incluso se llega a pensar que uno estaba como ebrio. Es difícil evitar el sentirse timado.
  2. b) Hacia el exterior, el objetivo apunta ahora hacia lo negativo, y uno empieza a “fijarse en los defectos que antes no existían”.
  3. c) Hacia el interior, se va tomando “contacto con la propia realidad”. Normalmente es muy frecuente encontrar la proyección como mecanismo de defensa ante el descubrimiento de todo aquello que no me gusta.
  4. d) “Reaparecen los problemas de siempre”, que en la etapa anterior se daban por solucionados. La dificultad para admitirlo se resuelve mediante algunos mecanismos de defensa, entre los cuales los más frecuentes son los de la negación, la justificación y la proyección.
  5. e) De lo anterior es fácil constatar que ha desaparecido la fluidez del camino emprendido, señalada en la primera etapa, dejando paso a “un trabajoso seguir caminando”.

Al igual que en la fase precedente, los formadores tienen en ésta etapa un papel substancial. Deben verla y comprenderla como una etapa necesaria e insoslayable en el proceso de crecimiento, intentando hacer una lectura de fe del bello proceso que se está operando y ayudando a rescatar lo que es válido de las diversas etapas. Por otra parte, tienen que empujar siempre hacia adelante, provocando el tránsito hacia la fase siguiente, tratando de evitar a cualquier precio el peligro de una regresión, de una vuelta atrás, bajo pretexto de infidelidad o abandono del amor primero.

Independencia

Su paralelo con las fases del ciclo vital sería la juventud adulta. Con respecto a las etapas precedentes se produce un cambio substancial, puesto que en el religioso emerge una visión de sí mismo, de la realidad y de Dios más creativa y propia, esta vez no dependiente ni reactiva, no sumisa ni rebelde, sino fruto de una elaboración personal, de primera mano. Emergen los propios criterios, evidenciándose las primicias de este largo y arduo proceso de personalización. Surge la necesidad y el deseo de abrirse paso, de autoafirmarse, de ofrecer una aportación creativa, de decir una palabra nueva y distinta, la propia. Es la fase del cuestionamiento, motivado por la experiencia de la sanación y por una búsqueda de autenticidad, purificada de muchos de los lastres de su memoria autobiográfica. La libertad sobresale por encima de cualquier otro valor.

Dios que se presenta más humano que los mismos seres humanos: liberador y carismático, apostando siempre por la emancipación de las ataduras, del anquilosamiento institucional, por la realización integral de la persona al precio que sea. Prima la inmanencia de Dios sobre su trascendencia, en consonancia con las pretensiones que la caracterizan. En esta etapa:

  1. a) Urge la “liberación de todos aquellos impedimentos” que obstaculizan la auto-rrealización personal: tabúes, sentimientos de culpa, miedos, etc.
  2. b) “Emerge el proyecto personal”, la necesidad de hacer el propio camino, que es único e irrepetible. “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar” (Antonio Machado). Pretensión que supone novedad, creatividad e inventiva, y que asume el lanzarse a una aventura desconocida con muchas dificultades y con el riesgo a equivocarse.
  3. c) “Los votos religiosos son susceptibles de cuestionamiento” pues pueden llegar a percibirse como enemigos del camino emprendido a la conquista de la autorrealización. La “pobreza” se percibe como enemiga del deseo de “ser alguien”, y por lo tanto castradora de la autorrealización. Esta pretensión de “ser alguien” se manifiesta en diferentes modalidades, tales como: afán de poseer conocimientos y ambición de poder, que conduce a la competitividad y querer ocupar los primeros puestos. La “obediencia” se percibe como enemiga del derecho de autodeterminación y de autonomía. La pretensión de ser el constructor de la propia vida es lo más importante, a costa de lo que sea. La “castidad” se percibe como enemiga del derecho a compartir la propia intimidad y a tener un proyecto de pareja. La continencia sexual y el celibato por el Reino son puestos en tela de juicio y hasta desposeídos de sentido, y su vigencia institucional puede interpretarse como un mantenimiento consciente e interesado del tabú sexual para tener domesticados a los religiosos mediante la represión.

La formación, orientación y acompañamiento de esta etapa debería tener presente las mismas pautas señaladas más arriba al hablar de la fase previa.

Interdependencia

Es la cuarta y última etapa de este itinerario orientativo de la vida consagrada. Llegamos a la edad adulta. Uno llega a estar en posesión de una gran libertad interior matizada por las experiencias de la misericordia y la humildad. Posiblemente el amor a sí mismo sea la bisagra que da paso a esta última etapa.

El amor vuelve a ser lo fundamental en la vida, integrando en sí todas las conquistas adquiridas a lo largo del proceso vivido. Esta convicción vital, redescubre a la comunidad de una manera totalmente nueva, puesto que la fraternidad, entendida vitalmente hasta entonces como una mediación para la propia santificación, es ahora considerada como elemento sustancial del camino emprendido. “Ser uno mismo” es comprendido en esta fase como “ser con y para los demás”. Es la experiencia del cuidado y de la ternura esencial de todo. Uno no hace el camino solo sino acompañado, y por eso el fin se torna distinto: no se trata de llegar a ninguna parte, ni de conseguir ciertos objetivos propuestos, ni de lograr la perfección, sino de caminar fraternalmente juntos, con los vínculos de la humildad y la misericordia, a un ritmo que no genere ni avanzados ni rezagados. El término compartir adquiere todo su significado: cada cosa es de todos y todo de cada uno (Elredo de Rieval).

La imagen que se desvela de Dios en esta etapa, es la del Dios de la comunión, de la misericordia y de la solidaridad. Dios es el Padre de Jesús, que siente más alegría por un solo pecador que se convierte que por el resto de los justos (cf. Lc 15,7). Es el Dios que no sabe hacer otra cosa sino amar, que no lleva cuentas del mal y que perdona siempre. Es el Dios que manifiesta su gloria en el rostro desfigurado de sus hijos. En esta etapa:

  1. a) Se produce un “retorno al amor primero”. Lógicamente, es un amor con un calado y una madurez desconocidos hasta este momento. Es cierto que tiene el entusiasmo del principio, pero con una fortaleza y una sabiduría que han sido forjadas a lo largo del proceso, fruto de una experiencia, elaboración y posterior integración de todo lo que se ha ido conociendo y viviendo. Empieza a intuirse que el fin del amor es el amor mismo (Bernardo de Claraval).
  2. b) Se “descubre el amor de comunión como camino de autorrealización”. La auto-rrealización ha sido la asignatura primordial de la fase precedente. Una realización personal basada en la búsqueda del propio camino, de la libertad personal y de la autonomía. Pero, poco a poco, se ha ido gestando una comprensión vital de la auto-realización con una dirección distinta: solo realiza el amor. Solamente quien busca la comunión por encima de todo, será una persona lograda, cabal, e indirectamente recibirá todo aquello que anhelaba para auto-realizarse. Se renuncia a la autonomía conquistada en favor de un bien mayor: la interdependencia.
  3. c) Se “recupera del sentido de los votos religiosos”. Tras este giro radical de la existencia en la que se adquiere una nueva óptica, los votos religiosos reaparecen llenos de sentido. Se vuelven a ver como elementos esenciales de la opción fundamental tomada. Ya no se pone el acento tanto en la renuncia, cuanto en el bien mayor descubierto.

La comunión no tiene fin, se crea y reinventa cada día, y está sometida a la dinámica del asombro continuo. Por lo tanto, el camino no ha concluido. Es la hora del crecimiento en profundidad, de la actitud receptiva que deja a Dios el protagonismo de la propia existencia.

Se da el paso a la comunión con todos y con todo lo que existe, en solidaridad y universalidad. El acompañamiento en esta fase debe incidir en la transformación eucarística de la propia vida: ser alimento que se parte y se reparte, creando espacios en los que se respire la comunión de amor y el amor de comunión (Balduino de Ford). Dios mismo es la meta de nuestro itinerario y por ser el Trascendente está siempre más allá de sus consuelos y gracias. Dios es Amor, y el amor no tiene meta, porque como dice S. Bernardo la medida del amor es amar sin medida, y gracias a Dios eso no acaba nunca. Por eso el descanso definitivo solo lo conoceremos en la otra vida; incluso ahí será un reposo en movimiento como amar. Amar, el amor es nuestro único descanso, y el amor no descansa: mi Padre, hasta el presente, sigue trabajando y yo también trabajo (Jn 5, 17). No permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme; no duerme ni reposa el guardián de Israel (Sal 120,3-4).

“Dando vueltas antes de ayer por los claustros del monasterio y sentándome con la amadísima corona de mis hermanos, pareciéndome estar en un paraíso de delicias, me admiraba de las hojas, flores y frutos de cada uno de sus árboles. En aquella multitud no encontraba a nadie a quien yo no amara o de cuyo amor dudase; entonces me inundó un gozo superior a todas las delicias de este mundo. Sintiendo que mi espíritu se trasvasaba en todos y que el amor de todos se vertía en mí, exclamé con el profeta: ‘¡Ved, qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos!’” (Elredo de Rieval).

Un hermoso cuento ilustra las diversas etapas de este lento y bello proceso de humanización y de aprendizaje de la misericordia: “Cuentan las viejas crónicas que, en tiempos de las cruzadas, había en Normandía un monasterio dirigido por una abadesa de gran sabiduría. Más de cien monjas vivían en él entregadas a la oración, el trabajo y el servicio a Dios. Un día, el obispo del lugar  acudió al monasterio a pedir a la abadesa que destinara a una de sus monjas a predicar en la comarca. La abadesa reunió a su Consejo y, después de larga reflexión y consulta, decidió preparar para tan noble misión a la hermana Clara, una joven novicia llena de virtud, de inteligencia y de otras singulares cualidades. La madre abadesa la envió a estudiar, y la hermana Clara pasó largos años en la biblioteca del monasterio y fue discípula aventajada de los mejores profesores de la época. Cuando regresó, todas las monjas alabaron su erudición y la maestría de su discurso.

Fue a arrodillarse ante la abadesa y le preguntó con avidez: –¿Ya puedo ir a predicar, reverenda madre? La anciana abadesa la miró a lo profundo de sus ojos y le pareció descubrir que en la mente de la hermana Clara había más respuestas que preguntas. –Todavía no –le dijo– y la envió a trabajar en la huerta. Allí estuvo de sol a sol por varios meses, soportando las heladas del invierno y los calores sofocantes del verano. Arrancó piedras y zarzas, cuidó con esmero cada una de las cepas de la viña, aprendió a esperar el crecimiento de las semillas y a reconocer, por la subida de la savia, el momento oportuno de podar los frutales. Adquirió otra clase de sabiduría; pero aún no era suficiente.

La madre abadesa la envió a la portería. Día a día escuchó las súplicas de los mendigos que acudían a pedir un plato de comida, y las quejas de los campesinos explotados por el señor del castillo. Su corazón ardía en ansias de justicia.

Pero la madre abadesa consideró que todavía no estaba lista. La envió entonces a recorrer los caminos con una familia de saltinbanquis. Vivía en el carromato, les ayudaba a montar su tablado en las plazas de los pueblos, comía moras y fresas silvestres, y a veces tenía que dormir al raso, bajo las estrellas. Aprendió a contar adivinanzas y chistes, a hacer títeres, y a recitar romances y poemas como los juglares.

Cuando regresó al monasterio, llevaba consigo canciones en los labios y se reía como los niños.

-¿Puedo ir ya a predicar, madre?

-Aún no, hija mía. Vaya a orar.

La hermana Clara pasó largo tiempo en una solitaria ermita en el monte. Cuando volvió, llevaba el alma transfigurada y llena de silencio.

-¿Ha llegado ya el momento?

No, todavía no había llegado. Se había declarado una epidemia de peste, y la hermana Clara fue enviada a cuidar de los apestados. Veló durante noches enteras a los enfermos, lloró amargamente al enterrar a muchos de ellos, y se sumergió en el misterio de la vida y de la muerte.

Cuando se debilitó la peste, ella misma cayó enferma de tristeza y de agotamiento y fue cuidada por una familia de la aldea. Aprendió a ser débil y a sentirse pequeña, se dejó querer y ayudar y recobró la paz.

Cuando regresó al monasterio, la Madre abadesa la miró con cariño y la encontró más humana y vulnerable. Tenía la mirada serena y el corazón lleno de rostros y de nombres.

-Ahora sí, hija mía, ahora sí.

La acompañó hasta el gran portón del monasterio, y allí la bendijo imponiéndole las manos. Y mientras las campanas tocaban el Angelus, la hermana Clara echó a andar hacia el valle para anunciar allí el santo Evangelio”.