Han pasado sesenta años desde entonces y como ahora procuro ser fervorosa sin ser tonta, sigo descubriendo que la vida misma se encarga de suministrar por su cuenta diversas formas de ajenjo, a veces en formato pastilla cómodamente masticable traída por las circunstancias y, otras, adosado a ciertas costumbres de gentes cercanas a nuestro vivir diario.
Pero volvamos al refectorio para sacarle partido a esta palabra preciosa que viene de refacere, con su sentido de lugar para re-hacer, re-poner y recuperar energías. Visto así, resulta ser un buen espacio para el agradecimiento y la comunicación, para no quejarse, para estirar el interés hasta donde se pueda por lo que nos cuenta por enésima vez la vecina, para tratar de comer despacio y saboreando (cuando comemos con laicos, se asombran de nuestra velocidad), para decir alguna vez las oraciones de antes o después, no como una cacatúa amaestrada, sino como alguien que quiere decir lo que dice.
Una misión del refectorio hoy sería además invitarnos a coincidir con una recomendación apremiante de la Organización Mundial de la Salud: ir adoptando una dieta con menos carne y más alimentos de origen vegetal. Ante la crisis ecológica, todos estamos llamados a cambiar nuestro estilo de vida y la alimentación es una parte fundamental del nuevo camino y una poderosísima herramienta para provocar la urgente transformación del modelo alimentario predominante en el primer mundo. ¿No tendría que ser la vida consagrada la primera en empeñarse en construir un mejor futuro para quienes vengan detrás de nosotros, también para las demás especies con quienes compartimos este planeta? Una propuesta final: investigar si la encíclica Laudato si´ del papa Francisco es partidaria de este cambio alimentario o si se trata solamente de un desvarío de la firmante de este artículo, a pesar de no ser vegetariana.