PASIÓN POR LA MISIÓN: ENTREGA DEL EVANGELIO Y DE LA PROPIA PERSONA

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“De esta manera, amándoos a vosotros, queríamos daros no sólo el Evangelio de Dios, sino incluso nuestro propio ser, porque habíais llegado a sernos muy queridos” (1 Tes 2,8).

Los cambios que se han producido en la concepción de la misión, han afectado notablemente al “espíritu misionero”, a la pasión por evangelizar.

Los grandes cambios no se producen de repente, sino de forma lenta y progresiva. Eso aconteció con uno de los cambios más importantes del Concilio Vaticano II: la concepción de la misión.

Una nueva conciencia de misión

Para meditar

Quizá no nos hayamos dado cuenta del todo, pero el cambio ha sido espectacular. Ha sido en el ámbito de la misión donde ha habido una gran creatividad en el lenguaje y una transformación profunda en la comprensión o conciencia eclesial.

Del “fuera de la Iglesia no hay salvación” (“extra Ecclesia nulla est salus”) se pasó a concebir la Iglesia como “sacramento de salvación” (“sacramentum salutis”), es decir, el ámbito en el cual se manifiesta y actúa la salvación del mundo; de la terminología de “apostolado”, lo “apostólico” se pasó a la utilización de la terminología de la “evangelización” y a expresar la necesidad de una “nueva evangelización”; desde el famoso libro que se preguntaba si Francia no era país de misión, nos hemos dado cuenta de que la misión de la Iglesia no se debe confundir con las clásicas “misiones en tierras de infieles”; ahora somos conscientes de que la misión forma parte de la quintaesencia de la Iglesia: ser Iglesia es ser misión. La misión es una sola y es realizada a través de multitud de ministerios y carismas.

Actualmente estamos poniendo de relieve que la misión no es nuestra sino “misión de Dios” (“missio Dei”) y hemos recuperado la visión trinitaria de la Misión: Dios Padre, que envió a su Hijo al mundo y que acogió la misión del Hijo, completada en la cruz, nos sigue enviando desde el día de Pascua y de Pentecostés el Espíritu Santo. Estamos en el tiempo de la misión del Espíritu Santo, que hace memoria y lleva a culminación histórica y escatológica la misión de Jesús. Nosotros, los miembros del Cuerpo de Cristo, nos sentimos llamados a colaborar con la misión del Espíritu Santo y a hacer posible que Dios pueda seguir realizando, cumpliendo su misión.

La misión, así concebida, nos está llevando a concebirla como “misión compartida” con nuestro Dios y entre nosotros mismos. La misión es una gran tarea colectiva que es llevada adelante por el protagonismo del Espíritu de Jesús y del Padre.

Estamos también en un serio proceso de cambio del método evangelizador. Sabemos que la fe no se impone, sino que se propone. Y esta propuesta hace que el evangelizador actúe más como quien entra en diálogo de vida, de visión de la realidad, de fe, que como quien propone una verdad  como la única. Esta nueva sensibilidad nos hace cambiar también el lenguaje: ya no valoramos sólo la misión “ad gentes”, sino que enfatizamos más en la misión “inter gentes”. La “missio inter gentes” se ha ido manifestando en forma de inserción, de encarnación, de diálogo interreligioso, diálogo con los pobres, diálogo con las culturas.  Esta nueva conciencia de misión no pretende demostrar su eficacia a través de números de conversiones, bautismos, legalización de matrimonios –como solía hacerse en otros tiempos-. Favorece, más bien, la unidad que surge de la hospitalidad, de la acogida del diferente, que aquella que nace de cambiar o convertir al diferente.

Si hasta ahora hemos entendido la misión principalmente a partir del mandato misionero de Mateo (28, 18-20), ahora nos sentimos interpelados también por el modelo de misión que nos presenta el cuarto Evangelio: como expansión del amor y la transmisión a través de la amistad. En este modelo se enraíza también el texto paulino que encabeza este texto:

De esta manera, amándoos a vosotros, queríamos daros no sólo el Evangelio de Dios, sino incluso nuestro propio ser, porque habíais llegado a sernos muy queridos (1 Tes 2,8).

El amor se muestra así como el mejor vehículo para transmitir el Evangelio de Dios.

Oración

Santa Trinidad, Abbá, Hijo y Espíritu Santo, gracias por concedernos una conciencia renovada de misión, que guíe y anime todo lo que somos y  hacemos.

Abbá, nos has llamado a compartir la misión que nace de tus entrañas y de tu designio. Tú, que enviaste a Jesús y al Espíritu a este mundo, has querido también enviarnos, hacernos tus misioneras y misioneros. Toda nuestra vida lleva tu impronta, todo lo que nos ocurre y lo que hacemos tiene una finalidad y un sentido: hacer patente y efectivo tu amor hacia las mujeres y los hombres que pueblan nuestro planeta. Somos como una carta tuya a la humanidad: en cada uno de nosotros pones tu Palabra que da vida.

Tú quieres, Jesús, que quienes hemos sido escogidos para formar tu comunidad-Iglesia seamos la Iglesia de la hospitalidad total, de la inclusividad católica, ese espacio en el que todo el mundo se sienta en casa. En tu Iglesia el sol del Abbá brilla sobre todos –buenos y malos-; el agua del Espíritu se derrama sobre todos –justos e injustos-, el amor llega a todos, amigos y enemigos. La misión que contigo compartimos nos vuelve excéntricos y nos lanza a todos los caminos de este planeta para hacer encuentros, alianzas, reconciliaciones y reunir a los hijos e hijas del Abbá dispersos y enfrentados. Jesús, hermano nuestro, nos invitas constantemente a servir, como buenos samaritanos, a los demás, a dialogar con todos, a mostrarles amor, aprecio, acogida y perdón sin límites. Que tú Jesús, seas transparente en nosotros, tu comunidad, tu cuerpo; que tu misión sea nuestra misión. Que tu Espíritu nos lo conceda.

Espíritu Santo, tener conciencia de tu protagonismo en la misión hoy, nos libera de nuestros agobios, nerviosismos y protagonismos excesivos. Eres tú, quien llevas adelante el proyecto del Abbá, el sueño de la venida del Reino por el que Jesús dio la vida en la Cruz. Tú, Santo Espíritu, has sido enviado a la tierra y estás en nosotros, penetrándolo todo y actuando de la forma más misteriosa. Acógenos en tu misión, queremos colaborar con los carismas y capacidad de servicio que nos has concedido. Libéranos de malos espíritus que nos vuelven intolerantes, orgullosos, egoístas, individualistas en la misión. Concédenos el arte de saber actuar en misión compartida, en diálogo de verdadero amor con los diferentes, de auténtica credibilidad. Cuando estamos en comunión contigo, Santo Espíritu, tenemos el mejor tesoro, aunque lo llevemos en vasijas de barro.

¡Gracias, ¡Santa Trinidad!, por tanta gracia!

¿Pasión por Evangelizar?

Para meditar

En el antiguo modelo de misión descubríamos a extraordinarios personajes, misioneras y misioneros, cuya pasión era llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra, a personas que se gastaban y desgastaban para que Cristo Jesús fuera conocido, amado y servido en todos los rincones de la tierra. La convicción de que “fuera de la Iglesia no hay salvación” y  de la “necesidad del bautismo para salvarse” llevaba a los misioneros, movidos por el celo apostólico, a buscar métodos evangelizadores eficaces y expeditivos para lograr que las personas se convirtieran, se hicieran bautizar y pertenecieran a la Iglesia “arca de salvación”. Esto lo hacían hasta la extenuación: sabemos de evangelizadores dedicados a bautizar a miles de convertidos, o que pasaban horas y horas en el confesionario ofreciendo el perdón de Dios, o que dedicaban cuantas más horas posibles a la predicación, al anuncio del Evangelio por todos los medios. Todos conocemos a personas así, que movidas por el celo apostólico no han cesado de entregar su vida y su tiempo.

Hoy se respira entre nosotros un aire diferente. Da la impresión de que todo esto se ha relajado. Son pocas las personas en las que ya se aprecia lo anterior. Parece que la urgencia evangelizadora, la necesidad de convertir y bautizar a los no-creyentes, la pasión por evangelizar, ha remitido hasta causar preocupación. El mandato misionero de Jesús de anunciar el evangelio a todas las etnias y gentes no forma parte de las decisiones prioritarias de las Iglesias particulares, de los institutos de vida consagrada, de las comunidades.  La misión evangelizadora, ecuménica, pastoral, no conlleva tensión. Nos hemos adaptado pacíficamente a la situación plural de la sociedad. Nos mostramos tolerantes con la diversidad religiosa, cultural, espiritual. Hemos admitido sin reservas el derecho a la libertad religiosa y la libertad de conciencia y el respeto a las creencias diferentes nos mantiene a una prudente distancia y cautela.

Cuando vemos a un hermano o hermana de comunidad con un celo apostólico que nos parece excesivo, le recomendamos limitar sus compromisos, descansar, no salir tanto, tomar las cosas con más calma.

A esto se añade la satisfacción que normalmente mostramos la mayoría de las consagradas y consagrados ante lo que hacemos. Solemos referirnos a ello con el término “trabajo”, como si se tratase de contratos apostólicos que requieren una determinada dedicación, pero que también están retribuidos y traen consigo una suficiente compensación. El trabajo que se nos ha confiado, puede llegar a ser no solo intenso –de modo que llene nuestras agendas-, sino incluso “adictivo”. Hay personas que no saben vivir sin trabajar o que, por ello, entran en una gran depresión cuando por los motivos más variados, deben abandonar esos trabajos.

En comunión con los Santos

¿Recuerdas, María, aquel momento en que Jesús te replicó “todavía no ha llegado mi hora? Quizá, tú, deseosa de ayudar a los demás, quisiste anticipar su manifestación mesiánica; pero él, parecía no tener tanta prisa; quería atenerse al ritmo marcado por el Padre. ¿Recuerdas, María, aquel momento en que Jesús  también te replicó “¿no sabíais que debía preocuparme de las cosas de mi Padre?”. Quizá, tú, deseosa de tenerlo en el hogar, quisiste retenerlo para ti; pero él, parecía tener prisa para dedicarse a su misión. En uno y otro caso, María, parecías no acertar. Pero tu Hijo te mostró magistralmente cuál es el ritmo de la pasión misionera.

Esa misma tensión debería marcar nuestra vida. ¿Qué ganamos en el mucho trabajar, como empleados de una empresa, marcando con nuevos compromisos nuestras agendas, sin atender nunca a la voluntad del Abbá? ¿Qué ganamos anticipándonos impacientemente a realizar aquello que todavía no ha madurado? ¿Y qué hacemos en casa, cuando el Abbá quiere que nos perdamos en los inmensos espacios de su casa, que es la tierra?

María, madre y guía espiritual nuestra, intercede al Espíritu por nosotros y con Él aviva en nosotros la pasión evangelizadora.

La “Pasión profética” y sus misteriosas razones

Para meditar

Lo propio de la pasión es justamente “la pasividad” que activa, transforma y altera.  La pasión nos vuelve cautivos, nos habita como una zarza ardiente, nos enciende y nos hace lanzar llamas que encienden a otros.  Y, al mismo tiempo, concita en nosotros todas nuestras energías y las  pone al servicio de su causa. La pasión o el “pathos” nos adviene como una gracia, o tal vez como una maravillosa desgracia que nos hace escapar del aburguesamiento, de la costumbre, de la monotonía de la vida y del trabajo.

La forma suprema de pasión es la mística. Ésta se define como una “patía” divina o “teopatía”. Abraham Joshua Heschel, rabino y teólogo judío (1907–1972) describió desde esta perspectiva la profecía hebrea (Los profetas, 1962). Para Heschel tanto Dios como el profeta son movidos por el pathos, la pasión. Dios es antropo-pático –apasionado por el ser humano- y el profeta es teo-pático –apasionado por Dios- y comparte la antropo-patía de Dios. Esa es la pasión amorosa que caracteriza al Dios de Israel y a sus profetas. El Dios de los profetas es el Dios de la Alianza con su pueblo, que es como su esposa amada. La Alianza de amor es el tema central al servicio del cual está la profecía.

Pablo es un claro ejemplo de una persona cogida por el pathos de Jesús. Podríamos definirlo como un cristopático. Toda su vida queda centrada por su vocación y su misión. Nada hay en Pablo que escape de esa centralidad. Su tiempo, sus desvelos, sus proyectos… todo su ser está focalizado en la pasión evangelizadora.

La pasión profética y evangelizadora nada tiene que ver con la adicción a un trabajo, con un afán de crecimiento empresarial, ni con la escalada en puestos de responsabilidad. La pasión profética y evangelizadora es, ante todo, “mística”: la experiencia de sentirse invadido por el apasionado Dios que está definitivamente aliado con la humanidad y busca su libre consentimiento  de generación en generación; del apasionado Dios que paga el precio máximo para conseguirlo: la sangre de su Hijo.

El celo apostólico ha sido la característica de muchos evangelizadores y evangelizadoras. Es la causa de que ha mantenido en estado de misión permanente a no pocos de ellos y de ellas: su agenda estaba marcada únicamente por la misión y por el afán de anunciar el Evangelio y llevar a Cristo a los demás.

Autoconciencia

Cuando me aíslo, me centro en mí mismo y encuentro mi equilibrio interior me pregunto: ¿hay fuego dentro de ti? ¿qué me evoca el tic-tac de ese reloj imperturbable que marca segundo a segundo el tiempo de mi vida?

A veces me descubro como un disco de arranque que gira y gira, pero no consigue arrancar, como un mecanismo enquistado que lo intenta y lo intenta y no consigue su objetivo. A veces, veo que no tengo ni camino, ni ruta, solo la rutina: un pequeñísimo espacio de movimiento repetitivo y sin sentido. A veces, me da la impresión de que no son muchas las razones que tengo para seguir viviendo.

Pero, un día descubro como Moisés, que hay dentro de mí un espacio sagrado, ante el cual conviene descalzarse. Que me habita una zarza ardiente y que mi conciencia habla más nítida que nunca. Entonces veo visiones interiores y escucho voces interiores. Se ilumina esa casa que habito y las imágenes paralizadas recobran vida y dinamismo. Todo se despierta.

En ese día me parezco al Jesús del Jordán o del monte Tabor. Todo se está preparando en mi para un nuevo éxodo.

La pasión misionera en nuevas claves

Para meditar

La “pasión” profética y evangelizadora es gracia, no fruto de nuestro esfuerzo. No tiene la pasión evangelizadora quien se esfuerza, sino a quien le es concedida. Se trata de una participación en la pasión de Dios por su pueblo, por la humanidad. A quien le es concedida la sensibilidad amorosa del Espíritu sentirá cómo la pasión divina crece en él o ella. Es una gracia que hay que suplicar constantemente y de la cual no podemos apropiarnos.

Quien se encuentra en esa zona de mediación en la cual uno siente pasión por Dios (teopatía) y también pasión por el ser humano (antropopatía) es mujer u hombre implicado en la Gran Alianza de Dios. Se vuelve colaborador, servidor de la Alianza. En cuanto servidor buscará todas las oportunidades –a tiempo y a destiempo- para contribuir a un mundo mucho más relacionado, más acogedor, más respetuoso hacia la diferente, que consigue la unidad en la mutua aceptación.

La nueva conciencia de misión no apacigua en manera alguna el celo apostólico, la pasión misionera; pero sí la tranquiliza, le quita todo carácter de agobio, de excesiva responsabilidad, de fanatismo fundamentalista. La misión ya no consistirá en una lucha contra el crono para bautizar cuanto antes, para celebrar los sacramentos, para hacer que los no creyentes se afilien cuanto antes a la Iglesia. La nueva conciencia nos introduce en la sabiduría de Dios, le concede todo el protagonismo al Espíritu, y se deja inspirar por el mismo Espíritu para hacer memoria de Jesús.

La pasión misionera no se provoca. Se recibe como una gracia. Es la respuesta a una súplica. Es el resultado de la mística de la misión. La pasión misionera es el don que más necesitamos en nuestro tiempo, para ofrecer a nuestra generación el servicio para el cual nos sentimos llamados. Quien ama de verdad a sus contemporáneos, quien no los desprecia, ni lo está constantemente acusando, quien descubre los valores de las nuevas generaciones, quien se enamora de esta humanidad, transmitirá el Evangelio y su propia vida por los demás.

El texto de 1 Tes 2,8 nos habla de una peculiarísima forma de evangelización o proclamación del Evangelio de Dios. Se trata del “amor a quienes se evangeliza”. De un amor que  es denominado amabilidad, y más específicamente “amor de madre hacia sus hijos”. El amor es tal que no solo quería Pablo dar el Evangelio de Dios, sino incluso su propio ser. “Habíais llegado a sernos muy queridos”.

Es la amistad el mejor vehículo para la evangelización. En la amistad la “missio inter genter” pasa a ser trans-misión. Y es que la amistad es el mejor transmisor del que disponemos los seres humanos. La expresión de Jesús “¡a vosotros os llamo amigos!” es genial. Jesús se coloca al mismo nivel de sus discípulos y discípulas. Les muestra su aprecio y la necesidad que tiene también de su amistad. La misión de la acogida del diferente, se vuelve después misión de amistad, misión de amabilidad, de encuentro cada vez más profundo.

¿Cómo va a evangelizar la Iglesia cuando riñe, reprende, sólo se fija en los defectos de los demás, se impone con la autosuficiencia de creerse poseedora de la verdad? ¿Cómo va a evangelizar la Iglesia cuando no se mete entre la gente, se muestra distante o incluso tiene manía persecutoria? Otra cosa es esa Iglesia cercana, popular, vitalista, amigable, sonriente, esperanzada… amiga desde la concepción hasta la muerte. La Iglesia que posee el encanto de la amistad, es la Iglesia de la eficaz trans-misión.

Oración

Santa Trinidad, sois Amor y establecéis con nosotros la gran Alianza de Amor. Encended nuestros corazones en vuestro fuego divino. Es el don que más necesitamos para compartir vuestra misión y colaborar en ella con nuestras hermanas y hermanos. Que nuestra única pasión sea obedecer la voluntad del Abbá, suplicar la venida del Reino, santificar el santo Nombre. Hacednos amigables, fraternos, cercanos a todos los seres humanos. Que nuestra misión se convierta en trans-misión. Y no permitáis que nos entreguemos a ella con el límite de los horarios, de nuestros ritmos, de nuestros intereses. Que podáis contar con nosotros en cualquier momento, a cualquier hora del día. Pero impedid, santa Trinidad, que nos entrometamos en vuestro proyecto, cuando nada nos pedís; que como Jesús, sepamos esperar nuestra hora.

Puntos de aplicación práctica

Para la reflexión personal

¿Qué ha llamado mi atención en el primer apartado de esta meditación “Una nueva conciencia de misión? ¿He crecido en esa conciencia o no?

¿Soy una persona apasionada por la misión, o veo cómo prevalece en mi vida la idea del trabajo, tal vez del trabajo repetitivo, o quizá el trabajo adictivo? ¿He superado una concepción meramente laboral de misión?

¿Me siento agraciado con la pasión profética? ¿Tengo deseos de ser agraciado con la mística? ¿Suplico al Espíritu que me conceda el don de la teo-patía?

¿Qué lugar ocupa el amor en mi evangelización? ¿Amo de verdad a la gente? ¿Me siento enviado por Dios, por mi comunidad? ¿Hago de la misión y sus acciones la expresión mejor de mi amor y entrega personal?

Para la reflexión comunitaria

Compartir en la reunión de la comunidad nuestra conciencia sobre la Misión y descubrir en qué medida hemos ido creciendo en ella.

Nuestra comunidad es un lugar donde hay fuego evangelizador, o solo cenizas.

¿Se advierte entre nosotros una actitud positiva y amorosa hacia nuestros alumnos, o enfermos, o empobrecidos, o los seres humanos con los que entramos en contacto?