LA MISERICORDIA EN LA ESCUELA DE CARIDAD (PROPUESTA DE RETIRO)

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(Carlos Gutiérrez Cuartango, OCSO). La belleza viene del amor, el amor viene de la atención. La atención simple a lo simple, la atención humilde a los humildes, la atención viva a toda vida. Ante el amor no hay ningún adulto, no hay más que niños, más que esa inocencia que es abandono, despreocupación, mente perdida. La edad suma. La experiencia acumula. La razón construye. La inocencia no cuenta nada, no amontona nada, no edifica nada. La inocencia es siempre nueva, se va siempre a los comienzos del mundo, a los primeros pasos del amor. El hombre de razón es un hombre acumulado, amontonado, construido. El hombre inocente es lo contrario de un hombre cargado sobre sí mismo: es un hombre liberado de sí, renaciendo en el total nacimiento de todo. Os invito a ser como la tierra desnuda, olvidada de sí misma, acogiendo igualmente la lluvia que la golpea y el sol que la reseca. Y decir a los otros: buscáis la perfección en los desiertos de vuestro espíritu. Pero yo no os pido ser perfectos. Os pido ser amantes.

Esperáis del amor que os colme. Pero el amor no colma nada, ni el hueco que tenéis en la mente, ni ese abismo que tenéis en el corazón. El amor es vacío más que plenitud. El amor es la plenitud del vacío. Es, os lo recuerdo, una cosa incomprensible. Pero aquello que es imposible de comprender es muy simple de vivir (Christian Bobin).

Los religiosos somos diestros en el arte de la convivencia fraterna. Necesitamos adquirir desde el principio y en cualquier etapa de nuestra andadura, la conciencia de que la vida comunitaria no es un ideal humano, sino una realidad dada por Dios, y que esta realidad es de orden espiritual y no de orden emocional (Dietrich Bonhoeffer).

Curiosamente, en la vida comunitaria hacemos un camino paradójico de abajamiento. Me explico. Es lógico al entrar en comunidad que traigamos con nosotros un ideal de lo que la comunidad debe ser y de que tratemos de realizarlo. Sin embargo, el Espíritu de Jesús va destruyendo constantemente esta clase de sueños. Decepcionados por los demás y por nosotros mismos, el Señor nos va llevando, al conocimiento de la auténtica fraternidad evangélica, una comunidad de misericordia y de perdón. Por puro don de su gracia, no permite que vivamos, ni siquiera unas semanas, en la comunidad de nuestros sueños, en esa atmósfera de experiencias embriagadoras y de exaltación piadosa que nos entusiasma. Porque Dios no es un dios de emociones sentimentales, sino el Dios de la realidad. Por eso, solo la comunidad que no sucumbe a la gran decepción, comienza a ser lo que Dios quiere, y alcanza por la fe la promesa que le fue hecha (D. B.). Cuanto antes se llegue a esta hora de desilusión para la comunidad y para uno mismo, tanto mejor para ambos. Querer evitarlo a cualquier precio y pretender aferrarse a una imagen quimérica de comunidad, destinada de todos modos a desinflarse, es construir sobre arena y condenarnos más tarde o más temprano a la ruina. Cuando preferimos nuestro propio sueño de comunidad a la realidad, nos convertimos en destructores de la comunidad, por más honestas, serias y sinceras que sean nuestras intenciones personales.

La hora de la gran decepción de los hermanos puede ser para todos nosotros una hora verdaderamente saludable, pues nos hace comprender que no podemos vivir de nuestras propias palabras y de nuestras obras, sino únicamente de la palabra y de la obra que realmente nos une a unos con otros, esto es, la de la reconciliación por el Espíritu de Jesús (D. B). Por tanto, la verdadera comunidad cristiana nace cuando, dejándonos de ensueños, nos abrimos a la realidad que nos ha sido dada. ¡Qué importante es saber dar gracias a Dios diariamente por los hermanos que tenemos, por la comunidad a la que pertenecemos! Cualquiera de nosotros, cuando nos quejamos de la comunidad, deberíamos preguntarnos antes si no es precisamente a Dios mismo a quien acusamos pues es Él quien se empeña en destruir constantemente las quimeras que nos fabricamos.

Lo emocional y sentimental está muy bien, pero no podemos ser ingenuos: el gran reto de nuestra vida es precisamente una fraternidad estable, ésta, la nuestra, compuesta de ‘rostros demasiado conocidos’. En la vida en común salen a flote las debilidades de los hermanos, por eso es importante permanecer siempre en Su Amor para no despreciar al otro, para saber siempre de su dignidad y creer siempre en ella, para respetarlo en su misterio, para renunciar a espiarlo todo en la vida del hermano, para escuchar la voz del Padre que dice “este es mi hijo amado”, en definitiva, para que esta Bendita Casa de Dios se mantenga desinfectada del espíritu de la amargura y de la tristeza, y permanezca llena del espíritu de la benevolencia y de la misericordia.

A este nivel de intensidad es en el que se construye y desarrollan nuestras fraternidades. La lectura de Dios que hacemos de nuestra vida, no es la que hace una comunidad constituida en una convivencia pasajera, o la que hace una comunidad parroquial, o la de una comunidad emocional. Para nosotros es un auténtico reto el llegar a la contemplación del rostro transfigurado del hermano. Es el mayor signo de nuestra fe, esperanza y amor. Nuestra vida en el amor, pasa por una larga peregrinación, por ese descenso a los subsuelos de nuestra existencia, por esa pérdida de ingenuidad gracias a la cual podemos ir construyendo, o mejor, Dios puede ir construyendo en nosotros esa nueva inocencia –de la que gustaban hablar los Padres– de quien está anclado en la Misericordia de Dios. Un amor fundamentado en los buenos sentimientos, por supuesto, pero que no se queda solamente en ellos. Es un amor que supone una honda trasformación interna de valores, convicciones, y también externa de conductas y actitudes, pensando en los demás. El encuentro con nuestra enfermedad –nuestra poca firmeza en el amor– a la luz del amor de Dios, lejos de ser motivo de tristeza, es capaz de desatar las lágrimas de la compunción que deshacen el corazón duro haciéndonos conocer la misericordia y la ternura infinita de Dios.

 

¿Cuál es mi desierto? Su nombre es compasión… No existen fronteras que controlen a los moradores de esta soledad en la cual yo vivo solo… perteneciendo a todos y a nadie… porque Dios está conmigo y se asienta en las ruinas de mi corazón, predicando el evangelio a los pobres… ¿Supones que yo tengo una vida espiritual? No, no la tengo. Yo soy indigencia, soy silencio, soy pobreza, soy soledad, porque he renunciado a la espiritualidad para encontrar a Dios y es Él quien predica en voz alta en lo profundo de mi indigencia… “Compasión”. Te tomo por mi Señora. De la misma manera que Francisco desposó a la Pobreza, yo te desposo a ti, Reina de los eremitas y Madre de los pobres (Thomas Merton).

En más de una ocasión puede que hayamos escuchado que la vida comunitaria es una cruz, o que los demás son un infierno para uno mismo. Dicho así parece una aberración, pero debemos reconocer que, cuando nos empeñamos en vivir una vida fraterna sin haber saneado la casa por dentro, no nos parece tan errado porque la vida en común se puede hacer insoportable. Y esto, ¿por qué? Porque en las relaciones fraternas sale de todo: emerge lo mejor de nosotros, pero también lo peor. A través de las relaciones comunitarias se pone en evidencia la veracidad o la falsedad de nuestra vocación religiosa. Resulta muy difícil, cuando no engañoso, saber si un hermano busca sinceramente a Dios por el mero hecho de que comunique que tiene éxtasis o que conoce a Dios, o porque sea muy observante. La clave de discernimiento para ver si un hermano busca sinceramente a Dios, para ver la autenticidad de su vocación, si no el único, va a ser su capacidad para crear una vida fraterna evangélica.

La vida fraterna en comunidad es un regalo del Señor, un milagro que solo es posible cuando somos capaces de mirar a los hermanos con ‘el corazón mismo de Dios’. Cuando uno tiene el corazón de Dios, ve las cosas según Dios, tal como las ve Dios mismo, con luminosidad, bondad, benevolencia, tolerancia, misericordia… Cuando uno tiene el corazón de Dios es cuando consigue ver desde su verdad genuina y auténtica, ve la verdad de las cosas, tiene la visión de los hijos de Dios. Es urgente en nuestra vida, si queremos conocer al Dios de la Misericordia, que dejemos de quejarnos, que dejemos de enchufar siempre la responsabili­dad a los demás, que abandonemos esa posición vital viciada de hacerlo depender todo de afuera. En el fondo es la actitud del ciego que está ofuscado por el orgullo y la altanería. Por lo tanto, es hora de hacernos cargo de nuestras propias vidas, de responsabilizarnos, de abandonarnos a la misericordia de Dios para ser agentes constructivos y transformadores de la realidad. Y esto solo es posible cuando se hace la luz en el propio corazón para verlo todo iluminado.

Ni el sano siente lo que siente el enfermo, ni el harto lo que siente el hambriento. El enfermo y el hambriento son los que mejor se compadecen de los enfermos y de los hambrientos. La verdad pura únicamente la comprende el corazón puro; y nadie siente tan al vivo la miseria del hermano como el corazón que asume la propia miseria. Para que tengas un corazón misericordioso por la miseria ajena, necesitas conocer primero tu propia miseria, para que leas el alma del prójimo en la tuya (Bernardo de Claraval).

Cuando un candidato acude a nuestra vida suele ocurrir, es lo normal, que venga con una idea muy personal de lo que es una comunidad. Idealiza la comunidad esperando de ella algo que, en breve tiempo, se dará cuenta que no le puede ofrecer. La comunidad que viene buscando no es la comunidad querida por Jesús, porque la comunidad que Jesús convoca y reúne no es una comunidad de ángeles, sino una comunidad real y concreta de “pecadores perdonados” (Jon Sobrino). Por lo tanto, para que sea comunidad de Jesús ha de ser comunidad de personas necesitadas de sanación, para lo cual, como decíamos antes, debe padecer la decepción de sí misma, es decir, dejar de apoyarse en sus propios proyectos, en sus propios caminos y en sus propias fuerzas.

Algo propio de nuestra vocación es que no hemos elegido a los hermanos, sino que ha sido Jesús quien ha hecho la elección: Él nos ha convocado y reunido. Jesús es el médico y nosotros estamos enfermos y necesitados de curación. La Regla de San Benito considera al abad como médico, lo cual supone que en el monasterio hay enfermos. Recuerdo un monasterio cisterciense de USA al que le gustaba utilizar esta imagen, comparando el monasterio con un sanatorio. Los que acuden a la vida consagrada vienen buscando a Dios, pero entre las motivaciones que les mueven a entrar, aunque conscientemente no lo formulen así, está el anhelo de ver sanadas sus heridas.

Curiosamente, en el proceso de integración comunitaria la herida se abre más, se hace aún mayor, y uno no encuentra la sanación deseada; al menos de la manera que había imaginado: los planes de Dios no son nuestros planes, ni sus caminos son los nuestros (Is 55, 8). Es más, para nuestra sorpresa y desilusión, los hermanos están también enfermos. Además, vamos descubriendo que Dios, al que creíamos todopoderoso, no tiene recetas mágicas para curar: sana de otra manera radicalmente distinta a lo que hubiéramos pensado.

Todo ello conduce a una doble decepción: por una parte, la imagen de Dios como poderoso taumaturgo, se desmorona haciéndose añicos; y, por la otra, la comunidad, que no responde a nuestra idealización y que tampoco actúa según las expectativas que de ella nos habíamos forjado. La comunidad soñada y maravillosa de la primera hora, de repente, se convierte en una comunidad pecadora, cuyos miembros uno puede llegar a considerar incluso peores que uno mismo. De esta manera, se va produciendo un lento y doloroso proceso de conversión personal, que podríamos sistematizar en cuatro fases, en las que se va aprendiendo humildad, misericordia y confianza en Dios. La primera estaría marcada por el deseo inicial: “vengo a ser un santo”; la segunda, al decepcionarse de los hermanos, se formularía como una pretensión: “debo convertirlos”; en la tercera, al revelarse la herida propia, se plantea la cuestión: “¿qué tengo que hacer para sanarme?”; y, la cuarta y última, al comprobar que posiblemente la herida siempre me acompañará, se cambia por la pregunta: “¿cómo he de vivir con mi limitación y mi herida?”.

Por lo tanto, no se trata de hacer desaparecer la herida –que, por supuesto, sería lo más cómodo, pero no lo más amoroso; serían nuestros planes, pero no los caminos del Señor– sino de aprender a amar, es decir, aprender a aceptar, respetar, tener paciencia, tolerancia, misericordia, portarse bien consigo mismo, reírse de sí mismo, etc.

La siguiente historia puede ayudar a que se entienda mejor lo que trato de explicar:

«En cierta ocasión escuché a un viejo, razonable, bueno, perfecto y santo hermano decir: “Si oyes la llamada del Espíritu, escúchala y trata de ser santo con toda tu alma, con todo tu corazón y con todas tus fuerzas.

Pero si, por humana debilidad, no consigues ser santo, procura entonces ser perfecto con toda tu alma, con todo tu corazón y con todas tus fuerzas.

Si, a pesar de todo, no consigues ser perfecto, por culpa de la vanidad de tu vida, intenta entonces ser bueno con toda tu alma, con todo tu corazón y con todas tus fuerzas.

Si, con todo, no consigues ser bueno, debido a las insidias del Maligno, trata entonces de ser razonable con toda tu alma, con todo tu corazón y con todas tus fuerzas.

Si, al final, no consigues ser santo, ni perfecto, ni bueno, ni razonable, a causa del peso de tus pecados, procura entonces llevar esta carga delante de Dios y entrega tu vida a la divina misericordia.

Si haces esto sin amargura, con toda humildad y con jovialidad de espíritu, movido por la ternura de Dios, que ama a los ingratos y a los malos, entonces comenzarás a sentir qué es ser razonable, aprenderás en qué consiste ser bueno, lentamente aspirarás a ser perfecto y, por fin, suspirarás por ser santo.

Si haces esto día a día, con toda tu alma, con todo tu corazón y con todas tus fuerzas, entonces, hermano, te aseguro que estarás en el camino de la comunión verdadera y no te hallarás lejos Reino de Dios”».

Uno va descubriendo que el poder de Dios Todopoderoso no es el poder de la magia, sino el poder del amor misericordioso. Dios me ama incondicionalmente y, gracias a su amor, aprendo a amarme a mí mismo incondicionalmente. ¡Es curioso!, necesito todo el amor infinito e incondicional de Dios para poder amarme yo a mí mismo. ¡Ojalá se nos grabase de una vez por todas que la perfección de Dios y, por lo tanto nuestra perfección, no es la impecabilidad sino la misericordia!

Cuando entro en la dinámica del amor misericordioso, entonces dejo de aspirar a una impecabilidad comunitaria, y empiezo a comprender que los vínculos que Jesús quiere en su comunidad son los de la tolerancia, la aceptación y la misericordia. Desde aquí y solo desde aquí, se construye la fraternidad reunida en el nombre del Señor. Ya no es “mi fraternidad” que es una fraternidad de personas perfectas (Dios nos libre de las personas perfectas), sino la comunidad de Jesús que es una fraternidad de perdón y misericordia.

Por otra parte, cuando uno es introducido en esta dinámica, comienza a ser especialmente sensible al Evangelio, pero ahora, más que nunca, como destinatario de la Buena Nueva: Jesús ha venido a llamar a los pecadores, a sanar a los enfermos, etc. Comienza a resonar con fuerza que la vida comunitaria es una ‘escuela de caridad’ en la que unos dependemos de los otros: nadie es imprescindible, pero todos somos necesarios en el ejercicio de la misericordia. En la ‘escuela de la caridad’ todos somos discípulos. El asunto que nos ocupa es la asignatura del amor; amor a nosotros mismos, y el amor a los hermanos. Si, a primera vista, puede parecer que primero es el amor a uno mismo y después a los demás, la verdad es que no es así, puesto que ambos caminan a la par y se retroalimentan mutuamente. Tanto el ‘tiempo de ser’ como la vida comunitaria son elementos esenciales de esta ‘escuela de la caridad’. No solo aprendo a conocerme y a amarme a mí mismo en la soledad, sino también, o quizás, más en las relaciones. ¡Qué agradecido debo estar a que los demás hagan de espejos, que me saquen ‘los demonios’ que me hacen consciente de mi torpeza en relacionarme!

Podemos imaginarnos el caos absoluto que puede llegar a ser una comunidad de hermanos, todos con sus heridas, puestos a convivir juntos sin estar reunidos por Jesús. Aunque, seguramente, en un principio “todo el mundo sería bueno”, a la larga acabarían despellejándose unos a otros. Por eso la fraternidad se construye desde la unión íntima y personal de cada uno de los hermanos con Cristo, que va realizando su obra sanadora en cada hermano, y cuyo fruto es la comunión de vida en la misericordia y en el amor.

Hay un detalle importante a tener en cuenta, y es que a medida que transcurren los años, se va adquiriendo una mayor capacidad de asombro con respecto a la vida comunitaria, llegando a sentir que es el gran milagro con el que Dios nos bendice, porque si de nosotros dependiera, hace ya mucho tiempo que esto se habría terminado: ¿por qué habría de aguantar a fulanito?, ¿por qué soportar los defectos físicos y morales de los hermanos?, ¿a cuento de qué convivir para siempre con personas que no he elegido? Realmente es un milagro de Dios, y cuando uno comienza a percibirlo así y se asombra de ello, puede estar seguro de que por fin ha descubierto el rostro transfigurado de Jesús en los hermanos, en la comunidad reunida por Él, alimentada por Él, que solamente puede subsistir gracias a Él. Comunidad de pecadores perdonados, en proceso continuo de conversión, cuyo vínculo es la humildad y la misericordia.

Hemos sido convocados gratuitamente por Jesús, y no para buscar a través del grupo la propia realización personal, o la simple conformidad social, sino para profundizar y vivir los valores evangélicos del Reino. La vida fraterna no es un mero instrumento ascético, trampolín de lanzamiento hacia una santidad concebida como perfeccionamiento individualista marcada por una relación fundamentalmente vertical, sino que es un valor esencial que es origen, camino y meta de la vocación comunitaria. Desde esta perspectiva, todos somos necesarios en la comunidad. Los carismas son dones de Dios otorgados para la edificación de la comunidad. Es una gracia el hecho de ser distintos unos de otros, porque esto da riqueza a la comunidad. Lo que uno no tiene se lo aporta otro hermano. Desgraciadamente suele ocurrir que los diversos carismas son motivo de celos y envidias en lugar de ser motivo de alegría y edificación, bien porque el hecho de que fulanito tenga tal don, hace sentir inferior a zutanito; o bien, porque menganito exija que los demás tengan su carisma o su sensibilidad en vez de alegrarse de poder aportar su don particular como su granito de arena.

Cada uno ha recibido de Dios su don particular: uno de una manera otro de otra. Para uno será el trabajo, para otro las vigilias, el ayuno, la oración, la ‘lectio’, o la medita-ción. Para todas estas ofrendas hay un solo tabernáculo, ya que nuestro legislador ha prescrito que nadie considere cosa alguna como propia, sino que todo sea común a todos. Lo que no se ha de entender, hermanos, solamente de nuestras cogullas y nuestras túnicas, sino sobre todo de nuestras virtudes y nuestros dones espirituales. Que nadie se gloríe de alguna gracia particular; que nadie tampoco envidie a su hermano por causa de tal o cual gracia, sino que cada uno piense que todos sus hermanos participan de su gracia como él participa de la de ellos. Pues, si lo quisiera, el omnipotente podría llevar de golpe a la perfección a cualquiera, pero por una disposición de su bondad ha querido que cada uno tenga necesidad de los demás y en ellos encuentre lo que le falta: de este modo la humildad queda asegurada, la caridad aumentada y la unidad realizada (Elredo de Rieval).